Derechos Humanos, Santa Cruz

Organización combate falta de escuela en Brasilito con aula de apoyo educativo

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Brasilito cumple una década sin escuela este año. El terremoto del 2012 se la trajo abajo y el Ministerio de Educación Pública (MEP) no ha cumplido con devolvérselas, a pesar de los múltiples intentos de juntas educativas durante todos estos años. 

Mientras tanto, desde el 2012, la organización Abriendo Mentes es la única que le ofrece a niñas y niños de Brasilito la oportunidad de ir a un aula «de verdad». Para muchos de ellos es la única en la que han estado en toda su vida. 

Abriendo Mentes nació en la comunidad vecina de Potrero. Sus fundadores, una pareja de estadounidenses, se mudaron a vivir a Costa Rica y los vecinos empezaron a pedirles clases de inglés para sus hijos e hijas. 

Fue algo muy sencillo, muy pequeño, pero después de un tiempo casi todo el pueblo estaba interesado en las clases”, describe la actual directora, Rachael Sine. 

“Después de estudiar un poco más a la comunidad y la situación a nivel educativo y económico, se dieron cuenta de que hace mucha falta este apoyo para la comunidad”, agrega. Notaron las mismas necesidades en Brasilito y abrieron un aula en el pueblo.. 

El aula de Brasilito está repleta de recursos: un mapa de Guanacaste, otro de Costa Rica, lápices, libros, mesas y sillas de colores. Otra pintura en la pared con una frase de Nelson Mandela: “La educación es el arma más poderosa que puedes usar para cambiar el mundo”. 

En Brasilito, la asociación Abriendo Mentes da clases para reforzar la educación de niñas y niños. Aunque detuvieron durante un tiempo las clases presenciales, vieron la necesidad de retomarlas lo más pronto posible porque muchos no estaban logrando aprender solos desde sus casas. Foto: César Arroyo Castro

Visitamos una de las clases de apoyo educativo en septiembre del 2021. Allí estaban Santiago, Nayuribe y poco más de una docena de niños y niñas de varias edades escolares (conocé sus historias aquí). “A mi me gusta venir aquí porque enseñan y enseñan también a hablar inglés”, dice Santiago con una sonrisilla. 

Él suele decirle a su abuela y a su mamá que se vayan a vivir a otro pueblo para poder tener una escuela normal. Quizás por eso se le ve tan contento hoy. Le encanta aprender y estudiar.  

El tema del día es la división silábica. 

Hay pocos en el aula que se aventuran a responder las preguntas que la profesora les hace en voz alta. “¿Cómo hago para dividir ‘flor»’? Santiago sostiene su lápiz entre su mano y su cabeza mientras analiza las preguntas que lanzan y de repente contesta. “¡Es una sílaba!”.  

– ¿Y cómo se llamaba cuando se formaba con una sílaba?, pregunta la maestra.

-Esdrújula, responde otro de los estudiantes

-No, esa era la fuerza de pronunciación. Es monosílaba. ¿Y ‘coral’? 

-Dosílabo, dice otro por allá.

-Bi-sí-la-bo, dice pausado la profesora.

Otros niños y niñas son muy tímidos, como Ezequiel y Meylin, hermanos de 7 y 10 años que llegaron con sus papás en 2019 a esta comunidad tras el estallido de la crisis sociopolítica en Nicaragua. 

Para su mamá, ha sido un reto  garantizarles la educación. “Yo hago lo que puedo con ellos porque yo no entiendo bien las clases”, cuenta Nubia de 26 años. “Es muy difícil para nosotros porque yo de mi parte no sé casi bien nada. En partes entiendo y partes no, a como puedo les ayudo a resolver”. 

Para ella el mayor reto es su hijo mayor, Ezequiel, que tiene 10 años y apenas cursa el tercer grado. Cuando estalló la crisis aún estaban en Nicaragua y ella tuvo que dejar de mandarlos a la escuela un tiempo. Además, Nubia cuenta que una vez a su esposo lo encañonaron, le quitaron la camisa y le dijeron que lo iban a matar. Y Ezequiel lo vio todo. 

“Desde eso al niño como que se le cerró la mente y no puede aprender. También ha quedado miedoso”, relata sin reparo mientras Ezequiel la mira y baja el rostro.

Por eso nunca lo dejo solito, porque capaz que se me muere. Un día lo dejé, que me fui en carrera, y lo hallé pálido, pálido y otro día desmayado, entonces desde eso no lo dejo solo”. 

Al momento de la entrevista, Nubia y su familia alquilan cerca de Abriendo Mentes, por una calle de tierra. Su casa, construida con latas y paredes de fibrolit, tiene solo dos cuartos: en uno duermen Nubia y su esposo en una cama, y sus hijos en una colchoneta. En el otro, una prima del esposo de Nubia.

Afuera, Nubia anuncia que vende cuatro tortillas por ¢1.000. Su esposo trabaja en lo que le salga, sobre todo en construcción. 

Al momento de la entrevista, Nubia (26) y sus hijos Ezequiel (10) y Meylin (6) alquilaban este lugar para vivir en Brasilito. Nubia vendía tortillas en su casa para tener ingresos y para no dejar nunca solos a sus hijos. Foto: César Arroyo Castro

Su realidad es muy parecida a la de muchas otras familias migrantes en esta comunidad. Algunas de ellas se devolvieron a Nicaragua a raíz de los estragos económicos de la pandemia del covid. Migrantes o no, las familias de Brasilito tienen bajos recursos. 

La falta de escuela ha tenido un grave impacto en el nivel educativo y social de la comunidad, dice la directora de Abriendo Mentes, Rachael Sine. “Hay muchos niños que no están aprendiendo a leer, tenemos niños en cuarto o quinto grado que no reconocen las letras o los vocales. Los niños no están aprendiendo a enfocarse”, describe. 

Dice que es un problema también social porque la comunidad entonces difícilmente mejorará su calidad de vida. 

Yo veo en la comunidad algunos niños que ya están trabajando y eso me duele, porque para mí significa que no van a seguir estudiando”, lamenta Sine. “Parece que no hay una solución hasta que tengan una escuela y vuelvan a las clases presenciales”. 

Así también lo ven otras personas de la comunidad. Pero no quieren desistir. 

Una de ellas es Lucrecia Rodríguez, mamá y docente. Empezó a dar clases privadas, preocupada porque los papás y mamás llegaba a pedirle ayuda porque no entendían las Guías de Trabajo Autónomo que el MEP repartió durante los años más duros de la pandemia.

El día que los niños de todo el país regresaron a clases, caminaba con tres su hijos y dos de sus alumnos a protestar frente a la antigua escuela de Brasilito. “La verdad es que las clases virtuales han sido muy difíciles. Mi hijo es muy distraído y eso influye mucho”, cuenta. “Los niños son el presente y el futuro de nuestra comunidad”.

Desde la pandemia, Lucrecia Rodríguez empezó a apoyar con clases a varios niños en Brasilito. Los papás llegaban a buscarla para pedirle ayuda con el material que el MEP le pedía que completaran a distancia. Foto: César Arroyo Castro

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