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Algunos sueños son tan reales que podríamos no sobrevivirlos

Como parte de la serie de cuentos de antaño, les comparto hoy la historia de un sueño que dibuja la dureza del mundo frugal en medio del llano agreste, donde la vida se confunde a diario con la muerte; algo que no pasa solo cuando soñamos.

Olía a zacate recién cortado. Seguro era un potrero en desuso y la chapea apenas acabó.

Habíamos cabalgado por tres horas en medio de aquella finca que parecía interminable. El hecho de hacerlo por la ribera del río aportaba una buena dosis de frescura al trayecto que por partes más parecía el éxodo del pueblo de Israel, desértico, largo, frugal en su oferta alimentaria y tan parco de comodidades. En abril el sol inclemente no se sabe cuando quema y cuando punza la piel; el sudor escoce en cada poro abierto por el calor mismo. Los pantalones -originalmente azules- parecían negros por la cantidad de zancudos que festejaban la llegada de sangre nueva en aquellas latitudes. Antes de ensillar los caballos pasamos por el bar de la esquina a buscar una cerveza helada. Sólo abrían sábados y domingos.

Era un jueves de abril, el mes más duro en la provincia. A lo lejos se alzaba el humo de la zafra dibujando figuras negras en el cielo y sin lograr esconder al sol, amo y señor del río. Tres horas en carro y ahora más de tres sobre los lomos de aquellos pobres caballos. -¡Que inclemente realidad la de estos animales!- pensaba a cada paso. Llevábamos en las alforjas harina, papel, lápices, latas de comida, algunas medicinas y unos libros de urbanidad que mamá quería que los niños de Rosa estudiaran. Estaban algo crecidos ya. La última vez que los miré eran apenas unos críos, y ahora, escolares que bien ayudaban en los oficios de la casa y con el manejo del ganado.

Llegamos pasadas las tres de la tarde. Rosa tenía el fogón encendido. Sabía que el café podría aliviar en alguna medida el cansancio del trayecto. Alcancé ver las arepas y las rosquillas que seguramente preparó temprano el mismo día para recibirnos. Los pequeños me ayudaron a bajar la carga de las alforjas y después nos sentamos en la mesa de gallinazo con una esquina quemada, la misma que estaba ahí desde que tengo uso de razón; la misma donde mi abuelo me contó la historia de la mujer que llegó un día al corral con un niño en brazos y otro de la mano a pedir ayuda porque su esposo había muerto en una montadera de toros y no tenía a donde ir. Esa mesa Yo la quemé. Lo demás es historia; se quedarían allí por un tiempo, hasta que Rosa nos contó que se casaría con Alfonso, el mandador del ordeño. Era un buen hombre y sabría ayudarle con la crianza de los niños.

A mi llegada le conté a Rosa que hacía tiempo quería venir a visitarlos, que había estado fuera un buen rato pero que siempre recordaba lo mucho que nos consentía cuando nos cuidaba de niños, y como calmaba nuestras hambres siendo muchachos ya con ollas repletas de gallina o estofado y sus infaltables tortillas.

Nunca pensé que se podría descansar tan bien en una cama tan dura y en medio de tanto humo. Quizás el aire pesado ayuda a que el sueño también pese. Tampoco quería ahogarme.

Hice mis oraciones y me dormí escuchando la sorococa postrada en el árbol justo al lado de la ventana, abierta para que el aire entrara. Apagué la vela en el banquito de al lado y cerré los ojos.

Al día siguiente, cuando desperté, fuimos a la Iglesia de la ciudad. Habían traído su cuerpo hasta aquí porque cerca de la finca no tenían cementerio. Muchos vinieron en el camión del ganado para decirle adiós a Rosa, la misma que tanto amor como maíz sembró y ahora, justo después de mi sueño, se había ido.

Siempre me quedaré con el pesar de no haber ido a verla por la poca gana de incomodarme, aunque en el sueño la incomodidad nunca existió.

 

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