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Los primeros hilachos de sol entran por el techo de la casa en la que vive Josué Estrada. Es domingo 16 de abril y hoy tiene partido de béisbol, un deporte que juega desde su adolescencia en su natal Jinotepe.
En lo que debiera ser una sala, solo hay un colchón sin sábanas que acumula el polvo de la calle de lastre. En el día, sirve de trampolín para su hijo José Luis, de un año, y en las noches es la cama de alguno de los trabajadores nicaragüenses que comparten casa con Josué y su familia. Son entre siete y diez, dependiendo de la temporada. A algunos les toca dormir en el suelo.
Josué tiene 24 años. Se salió del cole a los 13 y empezó a trabajar porque le dio vergüenza pedir dinero para comprar zapatos o cuadernos. Con parte de su primer salario compró justamente utilería para jugar béisbol.
Quizás de allí viene ese cuidado con el que su uniforme de los Norteños está extendido sobre el colchón. La camisa y pantalón limpios y planchados. Estira el brazo hasta una tabla de madera que está pegada al techo y alcanza una manopla de béisbol que le regaló su patrón. La golpea orgulloso para mostrar su calidad y la guarda en su salveque.
En una de las paredes, junto a su machete de trabajo y como una reliquia, cuelga una gorra de las Medias Rojas de Boston. Esa gorra lo llevó a conocer aquí en Nosara a otras personas que crecieron jugando el deporte rey de Nicaragua.
Dice que empezó a jugar en Nosara hace como un año. “Iba por la calle caminando, y andaba una gorra de las Medias Rojas de Boston. Pasé frente a un hotel que está en construcción y desde arriba me pegaron un grito ‘Hey, ¿no querés ir a jugar béisbol?’. Entre nicaragüenses nos reconocemos. Uno ve pasar a alguien con una gorra de estas y ya nota uno el porte de beisbolista”.
Sus compatriotas y él son parte de la Liga Amateur de Baseball Nosara, conformada en el 2022 con cinco equipos. Juegan en potreros que ellos mismos convierten en canchas, a punta de guadaña y pala.
Hoy su equipo los Norteños enfrentará a Los Astros en Sámara. Tras vestirse cuidadosamente para lucir impecable el uniforme, Josué se monta en su moto con su esposa Arlin Ruth Castro, que se agarra bien de una mano, mientras con la otra sostiene a José Luis, su hijo.
La ruta a la mansión
Las playas paradisíacas son un lugar soñado para migrantes estadounidenses y europeos que construyen sus casas vacacionales cerca del mar. A los nicaragüenses los atrae el auge de las construcciones.
Josué migró de Nicaragua en el 2018, el mismo año en que más de 50.000 nicaragüenses llegaron a Costa Rica huyendo de la crisis sociopolítica provocada por el gobierno Ortega-Murillo.
“Allá me quedé sin trabajo y recordé que un amigo me decía siempre que acá en Nosara se hallaba empleo, pero yo no le hacía caso porque no quería dejar mi pueblo. Pero cuando me despidieron en el 2018, me tuve que venir. No fue fácil, me vine cruzando el monte a pie”, recuerda.
Josué sabía que debía llegar a un lugar llamado Nosara, pero no sabía cómo. Le dijeron que le tomaría un día. Tomó varios buses al azar: pasó por Liberia, por Santa Cruz, durmió en una construcción abandonada en Tamarindo, nuevamente por Liberia, por Nicoya… hasta que llegó a Nosara. El viaje duró dos días, solamente con una botella de agua que rindió durante la travesía.
Los primeros siete meses trabajó en un aserradero. Luego volvió a Nicaragua pero vio que no iba a conseguir trabajo, entonces decidió regresar a trabajar en construcción.
Un día, Josué salió a caminar con Arlin Ruth, su esposa, por el centro de la comunidad. Alzó su vista y miró varias casas lujosas en la montaña.
“Desde el centro de Nosara se ven unas casas grandes. Yo se las mostré a mi esposa y le dije que ojalá Dios me diera la oportunidad de conocer y ver cómo son esas casas por dentro. Yo lo anhelé y se me cumplió el sueño un tiempito después”.
Buscando trabajos con mejores condiciones conoció al dueño de una de esas casas y ahora trabaja ahí como jardinero. Todos los días recorre sus jardines y les da mantenimiento. Sabe que tuvo suerte: trabaja un aproximado de 10 horas diarias y puede ganar hasta $1.000, el doble de lo que ganaba como constructor.
Caravana por una Nosara más unida
En Sámara, el juego será en un potrero. El ganado ya está guardado y el terreno listo, marcado con cal y con las bases puestas para el partido. Quedan algunas boñigas y piedras pero los jugadores no les ponen mucha atención.
Josué es uno de los primeros en llegar a la cancha. Saca su guante y empieza a lanzar la bola para calentar junto a sus compañeros de los Norteños.
Al poco tiempo empiezan a llegar motos y un camión con una vagoneta que transporta una parrilla, hieleras, un parlante y la mayoría de jugadores de Los Astros de Nosara.
La imagen de los dos equipos con sus uniformes y todo el despliegue da la impresión de estar presenciando una liga consolidada muchos años atrás. Pero su historia comienza hace apenas dos años, cuando un grupo de quince jugadores empezó a reunirse para jugar béisbol. Entre ellos estaba Josué.
Los primeros encuentros fueron en la plaza de Santa Marta. Entre todos recolectaban ¢30.000 a la semana para alquilar la cancha durante dos horas. Al principio jugaban con bolas de softbol y otras hechas de calcetines a falta de pelotas de béisbol. Así lo aprendieron en su infancia cuando tampoco tenían muchos recursos: calcetines viejos amarrados para formar la bola y botas de hule que ellos mismos transformaban en guantes.
“Antes de jugar en Santa Marta, yo a veces salía a tirar un rato con varios compañeros a la playa. Íbamos con bolas de tenis que nos encontrábamos tiradas en la calle, quizá bolas que tiraban los niños que vivían cerca de las casas por las que pasábamos. Ahí jugábamos y jugábamos hasta que las bolas se reventaban”.
Josué recuerda que el rumor de que un grupo de nicas se reunía a jugar béisbol se extendió entre los migrantes en Nosara y la cantidad de jugadores se triplicó. Entre donaciones de estadounidenses, de algunos patronos y dinero recaudado por los mismos jugadores, lograron adquirir la utilería necesaria para disputar partidos.
La asistencia a las convocatorias de domingo fue tal que en unos meses lograron crear la Liga Amateur y dividirse en cinco equipos: Los Astros de Nosara, los Norteños, Sin fronteras, Tigres de Delicias y Constructora Garza.
La liga inició oficialmente el 28 de agosto del 2022 con una caravana de jugadores que salió del Súper Nosara hasta la plaza de Arenales con sus uniformes y las banderas de Costa Rica, Nicaragua y Guanacaste. La patrulla de la policía y Bomberos de Nosara colaboraron con abrirles camino a los jugadores entre las calles de lastre. Al llegar a la plaza entonaron el himno de ambos países y jugaron un amistoso.
Jorge Oporta marchó ese día como el capitán de los Norteños y uno de los encargados de liderar la organización del torneo. Él también migró a Costa Rica buscando trabajo.
En los cinco años que lleva viviendo en Nosara, dice que ha sido testigo de la discriminación y los comentarios xenófobos por parte de costarricenses y turistas. Por eso incluyeron ambas banderas en la caravana, para enviar un mensaje de unión entre las nacionalidades e invitar a personas de otros países a unirse a la liga.
“Sabemos que se culpa mucho a la población nicaragüense por todo lo malo que sucede en Nosara. Si la gente supiera las condiciones en las que muchos de nosotros migramos entendería de dónde venimos. Muchos de nuestros jugadores no terminaron ni la primaria, y vienen con muchísimas necesidades”, dice Jorge.
La cultura «pica y se extiende»
Le toca el turno de batear a Josué. Hay un jugador de los Norteños en tercera base; si le da a la bola, el equipo puede anotar una carrera y ponerse a la delantera.
Agarra el bate, recuerda sus mejores jugadas en la liga campesina de Jinotepe, se posiciona sobre la zona de bateo y mira fijamente la danza del pícher: junta las rodillas, mueve el brazo hacia atrás, levanta la pierna y suelta un latigazo.
Josué batea la bola que pica y se extiende entre la boñiga hasta el final del terreno. Ningún jardinero o fielder alcanza detenerla. Josué logra llegar a segunda base y al jugador de tercera le da tiempo de anotar.
“Pica y se extiende” es una expresión que nace del béisbol cuando un buen batazo hace que la bola cruce el campo sin que nadie la atrape.
También se usa para referirse a cualquier acontecimiento que se esparce inevitablemente por un lugar: puede ser el contagio de una risa, una ola de protestas o la cultura de una comunidad como Nosara, que se construye con las identidades de los grupos que habitan en ella.
Basta con alejarse de los sitios turísticos para notar que la identidad nicaragüense ahora también ocupa un lugar en la comunidad.
En las playas Guiones y Pelada, donde predomina el surf, el yoga y la comida fusión, a los nicaragüenses se les ve entrar y salir de las construcciones. Algunos recorren varios kilómetros caminando para llegar a sus trabajos, otros se mueven en moto, y algunos aglomerados en los cajones de camiones.
El paisaje cambia en el centro de Nosara. Hay un restaurante nicaragüense, se oye más el acento nica y las chozas de locales y migrantes se abren campo, lejos de las lujosas casas turísticas entre las montañas y la costa.
La cultura que se vive en las playas y la que brota en las periferias son parte de la diversidad cultural de Nosara, pero hay una línea imaginaria que divide a los migrantes de acuerdo a la función que vengan a desempeñar a la comunidad.
“En Nosara hay una construcción de un lugar paradisiaco que es solo para personas con poder adquisitivo alto. Ahí podés ir y alimentar tu alma y espíritu. Eso no está mal, pero deja por fuera a otras personas que no pueden acceder a esos lugares. Esa otra población es la que se va lejos de la costa a desarrollar sus propias actividades. Ahí es donde están los nicas jugando béisbol”, cree el sociólogo de la Universidad Nacional, Guillermo Acuña.
Es justamente en las periferias de la costa donde se juega el partido entre los Norteños y Los Astros de Nosara.
Cuando hay partido de liga, las canchas se convierten en un pedacito de tierra nicaragüense que hace que los jugadores se sientan en casa. Cada partido es una fiesta con música y ventas ambulantes de platos típicos nicaragüenses. Hay cerdo con yuca, vigorón, arroz con pollo y tajada con pollo asado. También venden raspados, paquetitos de ranchitas, cervezas y cigarros.
La jugada de Josué encendió el ambiente entre los familiares y amigos que acompañan todos los domingos con gritos y música.
“¡Vamos Norteños! ¡Si ganan hay cervezas gratis para todos!”, el grito de Ana Ortiz compite con la música de Los Tigres del Norte a todo volúmen y la algarabía del ambiente.
Ana es la madrina de los Norteños. Son las que “siempre están ahí”, las que los apoyan y las que animan a los jugadores durante los juegos, que pueden llegar a durar hasta cinco horas. Es como la mejor amiga del equipo que luce con orgullo el uniforme. Es silenciosa fuera de la cancha, pero cuando el partido empieza no para de festejar.
Ana llegó de República Dominicana hace 18 años. Cuando era niña jugaba softbol, un deporte muy similar al béisbol que también es común en los países donde se juega este deporte. Dice que la edad ya no le permite moverse mucho, pero ver los partidos la hace estar cerca de su deporte favorito.
“Allá en mi país yo tenía muchas medallas y trofeos. Es muy bonito esto que pasa acá. El béisbol es como volver a vivir lo que uno hacía allá en su país. Lindísimo”.
No importa si les gusta o si entienden las reglas del deporte; el béisbol es la excusa perfecta para un grupo de aficionados que se reúnen alrededor de la cancha a pasar el día entre paisanos.
En palabras de Guillermo, el lugar donde una población busca crear un espacio familiar relacionado con su historia y con su memoria. Es justo en esos espacios donde la cultura nace.
Una liga obrera
Josué ahora es el cátcher. Frente a él, sobre un montículo de tierra y piedra, su compañero Leopoldo Reyes gira la bola entre sus dedos antes de lanzar. El día anterior se cortó el dedo en la construcción. Un tiro mal ejecutado le podría volver a abrir la herida, pero él no quiere dejar de jugar.
“De fijo me va a sangrar. Ayer cortamos un tubo con una sander y cuando lo fuimos a montar a una vagoneta se resbaló y me llevó toditito el dedo”, le había contado Leopoldo a otro jugador de los Norteños antes del partido.
Josué lo mira, le indica que lance una bola rápida, y Leopoldo, sin titubear, se las ingenia para hacerlo. Leopoldo lo hace naturalmente. Ni él ni ningún jugador le presta atención a la cortada en su dedo.
El sol de medio día quema, y a estos jugadores les ha tocado trabajar toda la semana bajo sus rayos desde que sale hasta que se esconde. Hay días que entran a las seis de la mañana y terminan su jornada a las ocho de la noche. Leopoldo trabaja hasta catorce horas y recibe un salario de unos $500 al mes.
Para dimensionar esa cifra en Nosara, esos mismos $500 son los que pagan Josué y sus compañeros por una casa de dos habitaciones y con el cableado eléctrico al descubierto en Barrio Hollywood.
El domingo es el respiro semanal para la mayoría de jugadores de la Liga Amateur de Baseball. El resto de días se dedican a construir Nosara, la comunidad multicultural conformada por nosareños, migrantes expats y migrantes obreros en donde los juegos de béisbol en potreros y los retiros de yoga en medio de una pequeña reserva natural están juntos, pero no revueltos.
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