Mi padrino tenía la maravillosa costumbre de regalarme ¢500 cada vez que me veía. Freddy, el pulpero, me ayudaba a que en ese billete anaranjado me cupieran suficientes alegrías: galletas, dulce de leche Del Ángel, un helado y el vuelto en bubbaloos. Él me conoció a los tres años: me vio llorar porque papi me negó una cajita de leche y me vio comprar mi primer (y único) paquete de Viceroy a los 14. Él me conocía, así que podía adivinar lo que venía a comprar y con ese conocimiento tan amplio que tenía de su clientela, abastecía su negocio: su pulpería y él estaban en esa esquina para mí y para mis vecinos.
Las pulperías y lo que hay dentro de ellas son una explicación gráfica de los hábitos de consumo del barrio al que pertenecen, no pueden ser de otra forma, tienen que serlo para existir.
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El nombre de Pulpería se utiliza solo en América Central y nadie sabe por qué les decimos así. Según el arquitecto e historiador Andrés Fernández, lo único que hay respecto al origen del término son especulaciones, puntualmente dos: que puede venir de pulquería (una especie de taberna en la que se sirve pulque, una bebida fermentada hecha de agave) o que puede venir de que el pulpero por la naturaleza de su trabajo le toca tener ocho brazos, como si fuera un pulpo.
Según Fernández, tampoco se tiene muy claro el origen de las pulperías como negocios en Guanacaste, pero se sabe que más o menos en el último cuarto del siglo XIX y principios del XX, existían y que vendían tanto comestibles no preparados como abarrotes y accesorios. En lugares más alejados, eran el único lugar para que las familias hicieran el diario y compraran todo lo que necesitaban: mecates, baldes, palas, escobas.
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En los pueblitos más alejados las pulperías siguen siendo un lugar no solo de compra y venta, sino de encuentro social; un punto de reunión y de chisme. En las bancas de la pulpería, nos sentamos a ver y a que nos vean, nos sentamos para enterarnos de lo que pasa en el pueblo.
Las pulperías van desapareciendo y dando campo al mini súper y al hiper super, así que encontrarlas no fue fácil. En los pueblos con más crecimiento económico recibimos muchas pistas de dónde podíamos encontrar las más antiguas y emblemáticas, pero varias de las direcciones ya no eran pulperías: habían cerrado. En cambio, en los lugares más alejados y con economías pequeñas, aún siguen siendo el lugar para comprar el diario y para conversar.
Véndame ¢500 de queso. En 1956, don Francisco Moraga compró un televisor. En la sala de su casa puso bancas y armó un espacio para que la gente pudiera venir a ver. Fue el primer tele en Buenos Aires de Santa Cruz y para verlo cobraba “un cinco”. Dejaban la programación hasta que se acababa. A doña Raimunda Gutiérrez, la esposa de don Francisco, se le ocurrió empezar a vender helados en bolsas y vasos de resbaladera y así empezó “la pulpería de doña Munda”, como la conocen en el barrio. Desde hace cuatro años le pertenece a los nietos de don Francisco y doña Munda: Lidia y Hector Briceño.
¿Qué me alcanza con esto? Cuando iniciaron el negocio, el Abastecedor La Esquina, era uno de los únicos lugares para comprar, no existían supermercados ni almacenes en Sardinal. Según la propietaria, la situación ha cambiado mucho, y es difícil mantener ahora un negocio tan pequeño y competir con los precios de las cadenas más grandes, así que su negocio se sostiene gracias a las ventas más pequeñas y el trato familiar.
¿Tiene bolis congelados?. Las pulperías rurales son como estampitas del pasado. Un pasado en el que se compraban cinco confites con cinco colones y bolis grandes a diez.
¿A cómo tiene la mejoralita? Según don Justo Luis Barrantes, esta es la casa más antigua de San José de Pinilla. La construyó don Serafín (el tío de la esposa de don Justo), como su casa de habitación. Más adelante, hizo la pulpería ahí mismo, en la parte más cercana a la calle.
Don Justo la tiene desde hace unos 30 años, la compró con un préstamo que recibió del extinto Banco Anglo. Dice que, al principio, solo en el verano se podía traer la mercadería en carro, en el invierno había que traerla en carreta con bueyes porque se crecía el río.
¿Me lo apunta? Algunas cosas han cambiado en las pulperías, pero ese método de apuntar las pequeñas deudas que se van acumulando en una libreta todavía permanece, dice Lidia Briceño. Los clientes van abonando cada vez que pueden: un sistema de confianza y necesidad que tanto el cliente como el pulpero necesitan: mejor vender fiado que no vender.
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