Reportaje publicado originalmente en Confidencial
Carmen tiene el pelo larguísimo, brillante y sedoso. Se ha vuelto parte importante de su identidad, pero también fue el refugio y objeto de apego del niño que ella crió desde que era un recién nacido hasta que cumplió nueve años.
Como un ritual ineludible, el niño solía pasar sus dedos por el cabello liso de “su Carmen” hasta quedarse dormido durante las siestas de la tarde. Era parte de las labores de ella, que además incluían cuidarlo, corregirlo, alimentarlo, entretenerlo, mimarlo, pero también se sumaban otras más: planchar, cocinar, lavar, limpiar y todos los demás quehaceres de la casa en la que laboraba como empleada doméstica.
Cuidar de otros, hacerse cargo de las tareas del hogar y conseguir dinero para la subsistencia de su familia fueron mandatos que María del Carmen Cruz Martínez asumió desde muy pequeña.
Originaria de Santa Teresa, un pequeño municipio de Carazo, en Nicaragua, Carmen se mudó a la capital, Managua, en la década de 1970. A los doce años empezó a trabajar por decisión propia, al ver a su madre abrumada con la responsabilidad de velar por seis hijos, luego de la muerte de su padre.
A escondidas de su mamá, que trabajaba como empleada doméstica, Carmen salía diariamente para lavar trastes en un puesto de comida cerca de su casa. De lo que le pagaban ajustaba para algunos gastos escolares de ella y sus hermanos, y ahorraba lo que le sobraba. Así fue hasta que llegó a tercer año de secundaria, cuando tuvo que dejar de estudiar para seguir trabajando y cuidar de sus hermanos pequeños.
Tuvo a sus tres hijos antes de los 21 años: dos varones y una niña. El padre de los niños debió prestar el Servicio Militar Obligatorio durante la guerra civil nicaragüense en la década de 1980, poco después se separaron y ella decidió que emigraría a Costa Rica.
Se fue sola, ya que pensó que sería temporal y su expareja no estaba de acuerdo con que se llevara a los pequeños, así que quedaron bajo la tutela de él.
Emigrar para sostener a la familia
Corría la década de 1990 cuando Carmen llegó a San José. Un fin de semana la invitaron a vender en la feria del agricultor: “Cuál fue mi alegría cuando me gané 100 dólares en dos días, que era lo que ganaba en Nicaragua en un mes trabajando 12 horas diarias”.
Luego le salieron más trabajos como empleada del hogar. Unos días iba a una casa, otros días trabajaba medio tiempo en otra. “Imagínese, era como tener cuatro salarios”, recuerda.
Fue así como Carmen se quedó en Costa Rica, donde trabajó en ese oficio durante 16 años y luego se involucró en la defensa de los derechos laborales de las empleadas del hogar, desde la Asociación de Trabajadoras Domésticas (Astradomes), organización que hoy dirige como presidenta.
Como Cruz, existe una legión de mujeres que todos los días, en todo el mundo, realizan las tareas del hogar y el cuidado de la niñez, adultos mayores y personas enfermas o con discapacidades.
La organización social de los cuidados en la sociedad sigue recayendo principalmente sobre las familias, y dentro de estas, en las mujeres, a las que por siglos se les ha asignado el trabajo doméstico no remunerado, poco o nada valorado, mientras los hombres se desempeñan principalmente en trabajos productivos pagados en el espacio público.
A pesar del poco valor que se le asigna socialmente, el trabajo doméstico no remunerado, al ser cuantificado en Costa Rica, equivale al 25% del producto interno bruto y, de ese porcentaje, el 18% lo aportan las mujeres, según una medición hecha por el Banco Central de Costa Rica en 2017.
El trabajo del cuidado “incluye desde la provisión de bienes esenciales para la vida, como la alimentación, el abrigo, la limpieza, la salud y el acompañamiento, hasta el apoyo y la transmisión de conocimientos, valores sociales y prácticas mediante procesos relacionados con la crianza”, explica la Cepal.
En Costa Rica, la división sexual del trabajo no ha sido diferente, aunque hay particularidades que explican la significativa inserción de mujeres migrantes en el trabajo doméstico pagado.
Para 2022, 147 425 mujeres ejercían el trabajo doméstico de forma remunerada en Costa Rica. De ellas, 33 237, el 24.1%, eran extranjeras, la mayoría de Nicaragua, explica el investigador Gustavo Gatica López, con base en datos de la Encuesta Continua de Empleo.
Ambos países están entrelazados en lo económico y social, por los constantes y copiosos flujos migratorios desde Nicaragua hacia Costa Rica, derivados de la inestabilidad política, los desastres por fenómenos naturales y la pobreza en Nicaragua. Los nicaragüenses han llegado a lo largo de las décadas por motivos económicos, pero también políticos, como es el caso del más reciente flujo, ocasionado por la crisis sociopolítica nicaragüense que estalló en 2018 producto de la represión estatal.
La mayoría de nicas se ha ubicado en trabajos no calificados, sobre todo como peones agrícolas y de construcción, como guardas de seguridad, en el sector de comercio y servicios. Se han convertido, junto con el resto de la población migrante —que supera el 10% del total de habitantes— en una mano de obra fundamental en Costa Rica y que, según un estudio de la Organización para la Cooperación y el Desarrollo Económicos (OCDE), aporta un 11% del producto interno bruto.
En el caso de las mujeres migrantes, como Carmen, según datos de la Cepal, casi el 33% contribuye a la economía costarricense desde sus empleos como trabajadoras domésticas y de cuidados.
Una relación de interdependencia
Las trabajadoras del hogar, incluyendo las migrantes, se han vuelto una fuerza laboral imprescindible en al menos la quinta parte de los hogares costarricenses, sobre todo de clase media, media alta y alta, cita la doctora en Sociología Ana Lucía Fernández en su ensayo Solución inmediata a una crisis. Mujeres nicaragüenses que asumen el trabajo de los cuidados en Costa Rica.
Esa interdependencia se ha creado, por un lado, debido a la llegada de las mujeres que salieron de su país por la precarización de sus condiciones de vida, para mantener a sus familias y, en algunos casos, huyendo de la violencia machista; y, por otro, debido a la incorporación de las mujeres costarricenses al espacio público y en trabajos de mayor calificación, a medida que han tenido mayor acceso a la educación, explica Fernández. Al salir las costarricenses a ejercer trabajos de mayor calificación, quienes las han reemplazado en las tareas de casa han sido las trabajadoras domésticas, entre ellas las nicaragüenses.
En su tesis de doctorado “La colonialidad del ser en las prácticas performativas de mujeres migrantes, trabajadoras y jefas de hogar para el sostenimiento de la vida de sus propias familias”, la académica costarricense también detalla que la incorporación de las mujeres migrantes en el empleo doméstico remunerado en Costa Rica se da por los cambios de las estructuras internas familiares. Cada vez hay menos familias con hombre proveedor y mujer que se queda en casa, y hay más familias biparentales con dos proveedores, donde hombre y mujer salen a trabajar. También hay más familias monoparentales con jefas de hogar.
“Cuando un hogar tiene dos ingresos, cuando no hay quien cubra las necesidades dentro de la familia, la estrategia es contratar a una empleada doméstica que, generalmente, es una mujer migrante”, dice Fernández, y agrega que es un trabajo que, por ser feminizado, se le asigna un bajo valor económico y que, al hacerlo mujeres migrantes, puede implicar violaciones a sus derechos laborales e inclusive casos críticos de explotación.
Un rol poco valorado
Alejandra Montiel y Marianne Pérez son dos costarricenses que coinciden en que el aporte de las mujeres migrantes empleadas domésticas es subestimado en la sociedad.
Alejandra es abogada y de raíces nicas, pues su abuela y su padre son de Nicaragua, por lo que se siente bicultural. Cuando piensa en las mujeres nicaragüenses que llegan a Costa Rica buscando una mejor vida, le es inevitable pensar en su abuela.
“Desde pequeña en mi casa hubo trabajadoras domésticas nicaragüenses”, cuenta, y enseguida apunta que continúa existiendo en Costa Rica una xenofobia marcada que reproduce prejuicios en torno a las empleadas domésticas nicas. Que “se enferman mucho”, que “constantemente les suceden tragedias”, que “mienten”, que “van mucho a Nicaragua”, ejemplifica. Para Alejandra hace falta mayor conciencia y empatía por parte de los patronos respecto a la realidad de la pobreza, que repercute en el estado de salud de las personas migrantes, en su vulnerabilidad y la de sus familias.
Marianne es economista y tiene dos hijos. Es la jefa de Karla, una joven nicaragüense de 27 años que también tiene dos niños. Marianne cuenta que Karla hace labores domésticas, pero actualmente se enfoca, sobre todo, en el cuidado de su niño de dos años que tiene Síndrome de Down. “Mi esposo y yo trabajamos, los dos queríamos tener familia y sabíamos que los niños irían a una red de cuido o debíamos buscar apoyo. Mi realización siempre ha sido trabajar, entonces buscamos la forma”, cuenta.
Tanto Marianne como Alejandra forman parte del grupo de Facebook “Busco y Encuentro Ayuda Doméstica”, una comunidad digital costarricense que nació en 2014 en donde más de 17 000 miembros, en su mayoría patronos domésticos, hacen consultas del hogar, entre ellas buscar y recomendar personal doméstico, explica Irene Fariña, su fundadora y administradora, especialista en Comunicación Estratégica.
Irene considera que, si bien es cierto existen la discriminación y los malos tratos hacia las trabajadoras del hogar, el incumplimiento de sus derechos laborales es un tema más complejo con diversas causas.
“Hay un desconocimiento generalizado”. A veces, dice Irene, según lo que ha observado en el grupo de Facebook, “surgen los abusos por el desconocimiento patronal. Hay desconocimiento total porque el Estado no se ha preocupado por educar a patronos” sobre la tramitología y deberes, añade.
Irene comenta que también ha visto casos de empleadores que quieren tener a su empleada “en regla”, “pero para muchas mujeres (patronas) es difícil lograr cumplir con todas las obligaciones (pagos de seguros y otros), sobre todo para mujeres solas que tienen salarios bajos”.
El trabajo peor pagado en Costa Rica
A Carmen la marcó una conversación con una de sus empleadores cuando ella todavía trabajaba como empleada del hogar. Para ese entonces, ya era integrante de Astradomes, había recibido capacitaciones en computación y en derechos laborales, y le comentaba a su jefa, una profesional con un alto cargo ejecutivo, que en la asociación luchaban por que se aumentara el salario mínimo de las empleadas domésticas en el país.
Ella me dijo que lo que ganábamos era suficiente”, rememora. Esa jefa, a pesar de que le tenía mucho aprecio y respeto, comenta, nunca le pagó más del salario mínimo.
En Costa Rica, el salario mínimo mensual para quienes se emplean en el trabajo doméstico es de 236 655 colones, es decir unos 430 dólares. Es el salario más bajo y está por debajo del salario mínimo general, que se halla en 330 299 colones mensuales, unos 600 dólares.
Carmen subraya que ese sigue siendo el principal problema para las trabajadoras domésticas, aunque también reconoce que hay aspectos positivos que destacar, como que el incremento anual a dicho salario mínimo es mayor en el caso de las trabajadoras domésticas para cerrar la brecha. Para 2023, el incremento general a los salarios mínimos es del 6.62%, mientras que en el caso de las trabajadoras del hogar, a ese porcentaje se le debe sumar un 2.3%.
En Costa Rica, además, existe el salario en especie para las trabajadoras con alojamiento o “dormida adentro”, que es lo que reciben en alimentos, habitación, vestidos y demás artículos destinados a su consumo personal inmediato y tiene un valor equivalente al 50% del salario que se le pague en dinero efectivo.
Jornadas extenuantes
Para la doctora Fernández, otra dificultad que enfrentan las trabajadoras domésticas migrantes y de la que poco se habla es la cantidad de horas que terminan trabajando día a día, entre las responsabilidades de su trabajo en casa ajena y las de sus propios hogares.
Así lo reflejan los resultados de su tesis que estudió los casos de 11 mujeres, entre ellas ocho nicaragüenses, que trabajaban en su mayoría como empleadas domésticas, a quienes les pidió compartieran sus historias de vida y llenasen diarios de uso del tiempo. Midió los tiempos que implicaban sus traslados al trabajo, las horas que dedicaban al empleo remunerado y las que ocupaban para los quehaceres de sus casas y los cuidos de sus familias.
“Quería entender cómo se la jugaban para poder hacer todo. Vimos con esta metodología que las mujeres no tenían tiempo para el autocuidado. La mayoría se levantaba a las cuatro o cinco de la mañana y se acostaban a las diez de la noche, todo el día trabajando”, comparte la investigadora.
Son mujeres explotadas por desigualdades estructurales. Con la metodología podés ver con números esas altas jornadas de trabajo de 14 horas por día, 72 horas a la semana”, agrega.
La invaluable labor de crianza
El trabajo de estas mujeres, además, incluye una labor sumamente importante y sensible: la crianza de niños y niñas de familias costarricenses. Ana Lucía dedicó su tesis a Jackie y a Clari, “por todo el amor, el cariño y los cuidados” que estas dos empleadas domésticas le dieron cuando ella era niña.
Sin embargo, señala, que el de la empleada del hogar “sea el salario peor pagado, dice mucho del valor que le da la sociedad a este tipo de trabajo”.
Esa relación tan profunda entre cuidadora y los niños que tiene a su cargo se repite una y otra vez en la intimidad de los hogares, como el vínculo afectivo entre Carmen y el niño que cuidó, que hoy tiene 23 años y con el cual sigue en contacto.
La mujer de 54 años comparte un episodio de cuando el pequeño tenía cinco años. Ambos se encontraban desayunando junto a la madre del niño, que ese día no había salido a trabajar.
“Mientras yo lo tenía en mi regazo y metía sus dedos entre mi pelo, él le hizo una pregunta a su mamá.
-Mami, ¿por qué mi Carmen no me anduvo en su pancita? Eso es lo único que ella no hizo. Ella me enseñó a caminar, ella me enseñó a andar en bici, ella me enseñó a comer, ella me lleva al kinder. Ella me va a traer, me hace la comida… solo no me tuvo en la pancita.
La señora, no sé cómo no se soltó a llorar ahí donde estábamos. Se levantó y se fue para el baño. Yo me quedé con un nudo en la garganta, él siguió normal, de lo más inocente. La verdad, una nunca puede ser de la familia, pero sí que los niños, en su inocencia, nos llegan a ver más que como a la mamá”, reflexiona.
Gracias a las luchas feministas, las mujeres han salido a trabajar fuera del hogar, pero sin ser “absueltas” de la responsabilidad primaria del cuidado de los hijos. Muchas mujeres, como la entonces jefa de Carmen y como Carmen, saben el sentimiento que provoca esa presión social de cumplir con todos los mandatos impuestos a las mujeres.
“Eso es algo que siempre lo hemos vivido todas las que nos venimos (a Costa Rica) y dejamos a nuestros hijos (en Nicaragua), porque decimos: ‘nosotras estamos aquí cuidando a otros, ¿y quien cuida a los hijos de nosotras?’, por mucha plata que una mande de un país a otro, por mucho que una crea que los están cuidando bien”.
A los hijos de Carmen los cuidó su papá en Nicaragua, mientras ella no dejó de ejercer el rol de proveedora, enviando mes a mes la remesa, como la que mandan decenas de miles de nicas desde Costa Rica. Esa remesa se ha convertido en un salvavidas de la economía nicaragüense y en un ingreso crucial para 850 mil hogares en medio del agravamiento de la pobreza y el desempleo.
La tesis de la doctora Fernández también refleja esta realidad de las trabajadoras domésticas migrantes. “Hay de fondo, en el tema de la maternidad, un tema de culpabilidad y sacrificio. Pasan en esta dicotomía, entre la culpa que se subsana con el sacrificio. Tienen culpa porque dejaron a sus hijos allá, porque no pueden estar con ellos y cuidarlos. Además poseen un coraje feminista que da la vida misma, al poder decir ‘soy la que llevo la comida a mi casa’, ‘no necesito un hombre’”, cuenta Fernández, quien al realizar su investigación también reflexionó sobre el caso de Jackie, quien cuidó de ella cuando era niña. “Tenía en Nicaragua un niño de edad similar a la mía y ya de adulta entendí esto, que ella me estaba cuidando a mí y no estaba cuidando a su hijo”, comenta.
También explica lo que la academia llama las “cadenas globales de cuidados” en las se transfiere la responsabilidad de estos cuidados de unas a otras personas, casi siempre mujeres, inclusive de forma transnacional. “Cuando las familias pueden pagar este trabajo en el mercado en Costa Rica, lo ejercen las mujeres migrantes que están dejando a sus hijos e hijas con otras mujeres en Nicaragua de forma gratuita, o en el mismo Costa Rica son las hijas mayores las que se quedan a cargo de sus hermanitos mientras las mamás salen a trabajar”.
La lucha por derechos básicos
Al arduo trabajo y a las cargas emocionales y mentales, se le debe sumar la lucha empecinada por los derechos laborales que han tenido que librar las trabajadoras domésticas de forma individual y a través de organizaciones como Astradomes, asociación pionera que cumple más de tres décadas de existir y se ha convertido en un referente nacional en el tema. Cuenta con 2000 afiliadas, de las cuales unas 300 se encuentran activas.
Con la pandemia hubo una disminución del número de integrantes de Astradomes, algo que también se refleja en las estadísticas generales. El investigador Gatica explica que, con el aumento del desempleo y la inflación, los hogares costarricenses perciben menos ingresos y gastan más en necesidades básicas, por lo que recortan o prescinden de la contratación de empleo doméstico.
Carmen llegó a integrarse a Astradomes cuando unas colegas la invitaron a un intercambio cultural y gastronómico, sin sospechar que con los años se enamoraría del activismo, un día se entregaría de lleno a la defensa de derechos y se convertiría en la presidenta. Es, además, secretaria general de la Confederación Latinoamericana y del Caribe de Trabajadoras del Hogar.
Cuenta con orgullo que uno de los principales logros de Astradomes fue la aprobación de la reforma al Código de Trabajo en lo concerniente al empleo doméstico remunerado, en el año 2009, el cual estableció la cantidad de horas laborales, el derecho al seguro social, salario mínimo. Nada de eso estaba regulado, asegura Carmen, aunque también reconoce que, en la región, Costa Rica es el país que más ha avanzado en materia de derechos de las trabajadoras del hogar.
“La mayor parte de la junta directiva somos migrantes, pero el día que nos vayamos no nos vamos a llevar la ley, sino que queda para las trabajadoras de todas las nacionalidades”, añade.
Irene también destaca logros como el reglamento del aseguramiento parcial en el trabajo doméstico que ella contribuyó a redactar y que sirve para que los patronos que contratan a empleadas domésticas por horas se distribuyan los montos para pagar el seguro social. También comenta que, con los años, ha aumentado el número de trabajadoras inscritas ante la CCSS, aunque todavía queda camino por recorrer. Para mediados de 2021, una de cada tres empleadas domésticas migrantes estaban aseguradas bajo planillas de patronos.
Un reconocimiento público a la labor doméstica
El cumplimiento de todos sus derechos y el respeto a su integridad y su labor deberían ser la regla, pero también podrían acompañarse del reconocimiento público al aporte de las empleadas del hogar, considera Carmen.
La expresidenta de Costa Rica Laura Chinchilla, la primera y única mujer en llegar a este puesto, tuvo un gesto hace un par de años que quedó registrado en su página de Facebook. Acompañó la foto de un abrazo emotivo entre su hijo y María, la trabajadora de su hogar, con estas líneas:
“Llegó a trabajar con nosotros cuando mi hijo daba sus primeros pasos, y a pesar de que apenas comenzaba a dar forma a las palabras, le enseñó a declamar ‘Margarita está linda la mar’ del gran poeta de su tierra natal, Rubén Darío. Decir que cuidó de él, es no hacerle justicia. Fue más que eso, se sumó al ejercicio cotidiano que su padre y yo hicimos por formarle, estimularle, sembrarle buenos sentimientos, hacerle reír y razonar”, escribió. “De no haber sido porque yo lo parí, diría que el cariño entre María y José María es el de madre e hijo. Y de seguro que es así”, concluyó Chinchilla.
Alejandra y Marianne también agradecen a esas mujeres indispensables en sus vidas diarias. “Agradecimiento infinito hacia ellas, porque velan por los niños que cuidan. Mi cariño, mi admiración. Mi abuela también lavó y planchó ajeno, y ojalá que ellas encuentren lo que encontró mi abuela, que es un Estado social de derecho que les permitió salir adelante”, dice Alejandra.
“No sé qué haríamos si no estuviera”, dice Marianne, agradecida por la dedicación que ha puesto Karla para aprender sobre el cuidado especial que requiere su hijo con discapacidad.
Para la doctora Fernández es importante ese agradecimiento y las garantías plenas para las que realizan las labores “del sostén de la vida”, pero también apunta hacia el Estado y las empresas privadas como los responsables de generar políticas para repartir esta pesada tarea a través de más y mejores redes de cuido fuera de casa. También propone certificar el trabajo doméstico para darle “un valor social económico más fuerte” e integrar a quienes lo ejercen a esas redes externas con buenos salarios.
Siempre que puede, Carmen les recuerda a los tomadores de decisiones el valor del trabajo de cuidados.
En 2011 le tocó leer un comunicado en Ginebra, Suiza, para las delegaciones de 183 países que estaban presentes para la aprobación del Convenio 189 en la Organización Internacional del Trabajo.
Tenía unos segundos para cerrar con una frase propia y personal. “Hice ver a todos los presentes que ellos estaban Ginebra porque en su casa había una trabajadora doméstica cuidando de sus hijos, de sus casas, de sus mascotas, de sus plantas o de sus adultos mayores, que gracias a ellas estaban ahí, con su ropa planchada”, describe. Asegura que todos se pusieron de pie y aplaudieron, algunos hasta lloraron y le dijeron ‘nunca lo habíamos visto de esa manera’”.
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