La muerte de Álvaro Cascante Barrantes -lagartero de la comunidad de Ortega en Santa Cruz de Nicoya, Guanacaste- representó una pérdida sensible para toda su familia, su comunidad y quienes pudimos llamarle amigo. También supuso un duro golpe para la protección del cocodrilo en la cuenca del Río Tempisque.
Álvaro imaginaba un enorme cocodrilo de concreto asoleándose al lado del salón comunal, frente a la iglesia de Ortega. Por dentro sería un museo, un espacio para la educación, la cultura y la ciencia, y por fuera un monumento en honor al majestuoso animal con el que los habitantes de Ortega conviven desde siempre.
Muchas veces lo imaginé en el aire, mientras él me lo describía. Se entraría por el estómago, en su parte interior los visitantes podrían leer información científica sobre el Crocodylus acutus y también podrían conocer acerca de la tradicional lagarteada, a través de testimonios y fotografías. Y luego, continuaba mientras su dedo señalaba la maqueta, subirían por unas gradas para poder asomarse entre los dientes de las tapas abiertas de aquel imponente animal.
Siempre consideré que aquella era una excelente idea. Y no era la única. Álvaro era un hombre inquieto y con un liderazgo fuerte en su pueblo.
Este 12 de Julio, al conmemorarse un año de su partida, no estaría de más repasar algunas de las ideas que Álvaro enarbolaba, al menos algunas que conocí de primera mano y considero importantes. Las experiencias vividas durante las lagarteadas de 2018, 2019, 2020 y 2021 en la comunidad de Ortega deberían ser lo suficientemente elocuentes como para persuadir en esa dirección.
Álvaro estaba de acuerdo en buscar soluciones al problema de la prohibición de la tradicional lagarteada y veía en el Festival del Cocodrilo Sagrado una alternativa viable. Pero no como una imposición desde afuera, sino como un proyecto que debía gestarse y nacer desde y para la comunidad a un ritmo propio, a través del trabajo paciente. El Festival sería, por lo tanto, un proyecto que tomaría tiempo y que de no darse cambios en el abordaje de la situación por parte del Sistema Nacional de Áreas de Conservación (SINAC), considerado por la población de Ortega como irrespetuoso y violento, tropezaría año tras año con la rigidez y la visión simplista de las autoridades.
Álvaro también tenía clara la importancia de ofrecer talleres de educación ambiental a los niños y las niñas de Ortega. Comprendía la importancia de fortalecer la identidad cultural de la lagarteada y enseñar desde la infancia todo lo relacionado con el cocodrilo, sobre una base científica.
Como parte de ese mismo esfuerzo educativo, habíamos acordado hacer una exposición fotográfica itinerante en todas las comunidades que rodean al río Tempisque, y publicar un libro acerca de la lagarteada, para donarlo a las escuelas y colegios de la zona. Ambos coincidíamos en que los habitantes de estos lugares protegerían los cocodrilos con los que conviven en la misma medida en que los conocieran y los apreciaran, tanto como se le conoce y se le aprecia a este animal en la comunidad de Ortega.
Perder un barco para ganar un puerto, una apuesta estratégica
Álvaro era un hombre muy firme en sus ideas, pero abierto a explorar alternativas. Insistía en abrir algún portillo que permitiera llevar a cabo la lagarteada, recomponer la relación entre la comunidad y las autoridades ambientales, bajar la tensión y los niveles de polarización alrededor de esta tradición, ganar tiempo para construir una propuesta razonable y conseguir con ello un bien mayor.
Deteriorar la relación entre las autoridades ambientales y la que es quizá la única comunidad que tiene una percepción positiva del cocodrilo americano en toda esa región es de miopes. Pero insistir en el error, año tras año, es de soberbios.
Sean estas líneas un homenaje al hombre que conocí: largo, fuerte y de andar tranquilo, humilde y visionario, pícaro y tremendamente audaz, que llevaba siempre un cocodrilo por dentro.
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