Aunque Marlene Contreras tiene en la cabeza una lista infinita de tareas por hacer, en lo que más piensa hoy es en la presentación de baile de mañana. Pocos saben que planea subir al escenario tras cinco años de no hacerlo y que es el último baile que quiere hacer antes de someterse a una operación de columna.
Estamos en su casa, una antigua estructura de madera en el centro del cantón que tiene adornos en cada esquina y en cada mesa, varios atrapasueños de colores brillantes y una pared repleta de cuadros que dejan inmortalizado su aporte al folclor de Costa Rica. Hace 47 años fundó uno de los grupos de baile folclórico más longevos de Guanacaste e icónico del país, Flor de Caña, con el que ha viajado a decenas de países.
Mañana sábado, Flor de Caña cerrará la Semana Cultural en Santa Cruz. Le pondrá el punto final a siete días llenos de mascaradas, bailes música, cimarronas y todo lo que simboliza la cultura local y a la vez, nacional. Santa Cruz es la cuna del folclor costarricense y Marlene es, para muchos, su exponente más importante.
Dice un amigo que quien no conoce a Marlene Contreras, no conoce Santa Cruz”, me dice antes de soltar una risa fugaz.
Entra y sale de los cuartos de la casa. Abre y cierra gavetas. Revisa papeles y los vuelve a doblar. Dice que se la pasa la mayor parte de la noche en un escritorio que está en media sala. “Duermo muy poco”, dice ella. “Demasiado poco”, murmura en voz baja, pero en tono de regaño, uno de sus alumnos de Flor de Caña que está sentado en el escritorio.
Tiene tantas ideas en la cabeza que se le quita el sueño. “Lo que no tengo es tiempo”, la escuché decirle a un amigo suyo en estos días. Ella es la que hace los tocados, los delantales, las bandas para los vestuarios. “Me dan las dos o tres de la mañana”, dice, pero no se le olvida lo que le dijo el cardiólogo: “Que debo dormir mis horas de sueño”.
Solo durmiendo poco se puede hacer tanto. Desde que fundó Flor de Caña, Marlene empezó a construir su trayectoria como investigadora, folclorista e instructora de danza de más de 1.000 bailarines en Guanacaste.
La herida de la danzora
Sin que Marlene me lo pidiera, he sido su chofer todo el día. Fue la única forma que encontré para poder conocer a una mujer así de ocupada.
Salimos de su casa y, de camino al carro, me cuenta que hace cinco años no se sube a bailar a un escenario y que lo de mañana será un homenaje a su madre, ya fallecida, y a los centenarios de la Península. Y que por eso para ella es tan importante subirse a esa tarima al menos una vez más.
Como siempre está pensando en un montón de cosas a la vez, la folclorista pasa de un tema al otro de repente. “Para mí el jeans y las tenis es lo más cómodo, pero a mí me encanta el zapato alto”, me dice de repente. “Lo saqué de mi mamá”.
Es imposible obviar lo elegante que es. Blusas acinturadas, pulseras y anillos en ambas manos, tres aretes en cada oreja, pestañas postizas y uñas largas en pies y manos, perfectamente decoradas. ¿Quién creería que esta mujer inquieta tiene 69 años?
«Lo que pasa es que, al rato, cuando uso tacón, me termina doliendo la espalda”, me dice renqueando un poco. De pie, cuando camina y hasta sentada, la columna de Marlene se ve encorvada. Dice que además del zapato alto, manejar le intensifica el dolor y que por eso no lo hace.
Mientras llegamos a una de las reuniones del día, me cuenta que su problema de columna inició hace 25 años, cuando ella y unos treinta bailarines suyos iban para el Melico Salazar a un ensayo.
“Llegando a San Miguel de Cañas, el bus perdió control y se volcó. Muchos de los alumnos se quebraron, se hicieron heridas muy fuertes. A una señora se le salió un ojo, a un
señor se le quebraron las costillas y yo me afecté la columna”, relata.
En ese momento, dice Marlene, las consecuencias no fueron tan graves para su espalda.
Poco a poco se me fue complicando hasta que yo sentí en un momento que no podía caminar”. Ella, que había bailado desde pequeñita en actividades culturales y que ya era un ícono del baile folclórico en Santa Cruz, sintió que no podía caminar.
Pero la medicina y “la fe” la fueron aliviando. “Entonces yo ya no bailo, pero sí hago calentamientos, recibo dos o tres terapias a la semana, nado, camino 12 kilómetros por día, hago zumba y tomo medicamentos”.
Desde hace 14 años, cada 14 de enero, viste al Santo Cristo Negro de Esquipulas en la celebración de su pueblo. Ora cada que se sienta en la mesa a comer, trata de visitar la iglesia a diario y es religiosa porque desde niña se sintió envuelta en la fe.
Sea medicina, fe o pura tozudez, hay algo que le permite mantenerse largos ratos de pie, como hoy, que vino la ministra de Cultura Sylvie Durán con toda una comitiva y Marlene ha estado en todas las reuniones.
Un sueño propulsor
A los 101 años, Enriqueta, madre de Marlene, le dijo que ya se quería ir. Y dejó de comer.
A mí me daba mucho —hace una pausa como buscando en su cerebro la palabra adecuada— no era miedo, sino que no quería que ella me dijera eso porque no quería que ella se me fuera”, me cuenta.
El 4 de agosto del 2017, Marlene decidió llevársela para el hospital, pero pronto regresaron a casa. Unas 30 horas después, a las 4 p.m., Enriqueta falleció.
Pero no fue la última vez que la vio. Hace algunos meses, mientras dormía, Enriqueta se le apareció. En el sueño, la llevó a un lugar con muchas fotografías grandes con el rostro de personas con más de cien años en ellas.
“Yo le pude dar a ella todo lo que quería y necesitaba, excepto una fotografía grande, que ella siempre quiso”, dice Marlene con tristeza vieja.
En honor a su madre y a su sueño, Marlene lleva año y medio preparando la presentación de mañana con sus bailarines, quienes también la han ayudado a recolectar pañales y hacerle fiestas a los centenarios de la provincia. En parte porque es una deuda pendiente con su madre y en parte porque ella no hace ningún trabajo sin investigación previa, y esta era su forma de conocerlos mejor.
Dudas repentinas
En Santa Cruz ya es de noche y Marlene y yo llegamos al ensayo final, en el Centro Educativo el Espíritu Santo. Hay unos 50 bailarines de todas las edades que entran y salen de escena con perfecta coordinación. Al margen del gimnasio, algunos papás que se traen sus sillas de playa y comidas mientras acompañan a sus hijos.
Marlene los ve, los analiza y da unas pocas instrucciones. Luego saca unos minutos para practicar su parte, discretamente, sin la música de fondo.
Con su pareja de baile ensayan lo que parece será un bolero. Mueve un pie adelante, el otro atrás y cuando tiene que girar alrededor de su pareja, falla. Su compañero se detiene, le explica cómo hacerlo y ella lo intenta de nuevo. Se ve concentrada, pero falla de nuevo. Tiene una evidente preocupación en la cara.
Luego del ensayo, cuando llegamos a su casa, me dice algo inesperado:
Es que, no sé si bailar o no. Para eso uno se prepara psicológicamente, entonces si no me voy a sentir bien, mejor no lo hago”.
Me voy ese día sin que ella o yo sepamos si mañana saldrá al escenario.
Día final
Son las ocho de la noche con algunos minutos y Flor de Caña sale a escena. Una, dos, tres y hasta más de cuatro bailes. Marlene, ubicada en una esquina semioculta del escenario, trata de controlar que todo salga bien: el sonido, las imágenes, los movimientos de sus discípulos.
Probablemente yo soy la única persona del público que está esperando que Marlene se suba al escenario y le rinda honor a su mamá, a los centenarios, a su legado de medio siglo. Pero Marlene Contreras, “la gran maestra del folclor costarricense”, como le llama Guadalupe Urbina, decide no bailar.
Le preguntó por qué no bailó. “Sentía que iba a llorar mucho. No me sentía fuerte”, me dice como si ya tuviese enumeradas las razones. “Yo no me expongo a hacer ridículo. Si yo voy a estar floja, tembeleque, mejor sentadita. Esa es mi manera de pensar”.
De todas formas no se ve preocupada. No tiene el semblante de alguien que ha dejado pasar la que podría sería su última oportunidad para subirse a un escenario. No le preocupa la operación de columna y yo le sigo preguntando que cómo, que por qué… pero ella se encarga de dejármelo claro: “Yo tengo mucha fe”.
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