Salimos de la casa pasadas las siete de la mañana y nos montamos sobre las calles vacías que se estiran por la llanura, esas que estarían repletas de turistas y procesiones si estos días fuesen normales.
Es una Semana Santa inusual en Guanacaste y el resto del mundo. Aunque inusual es una palabra que no le hace justicia a la situación. Días atrás escuché decir a un experto que una “sensación de irrealidad” es lo que hace que muchas personas no tomen las medidas recomendadas por los distintos gobiernos durante la pandemia. No los culpo, esa sensación de irrealidad me acompaña todos los días y hoy va sentada en el asiento de atrás del carro.
La idea de que un grupo de vecinos cerraran una calle para evitar que “los infectados” llegaran, parecía solo posible en las series o películas postapocalípticas que pongo cuando estoy aburrido. Nunca hubiese imaginado que pasaría en Paquera.
Después de atravesar dos puestos de control de la policía, a quienes les mostramos el comprobante de que éramos periodistas, logramos llegar a nuestra primera parada: el aeropuerto Daniel Oduber.
Nos hacen un recorrido corto por el aeropuerto casi a oscuras, con counters vacíos, pantallas apagadas y unos pocos oficiales de migración desocupados, mirando las pantallas de sus celulares. Lo único que rompe el silencio espeso que se cuela por todas las salas de abordaje, es el pito de una grúa que se mueve por la terminal.
El Daniel Oduber mantiene trabajando una parte mínima de su personal desde que el presidente de Costa Rica, Carlos Alvarado, firmó un decreto de Estado de Emergencia que restringe el ingreso de extranjeros al país con el objetivo de evitar una propagación masiva del Coronavirus (Covid -19).
El próximo punto en el mapa es la ciudad de Liberia. Hacemos un recorrido breve por las calles calientes y silenciosas. El #QuedateEnCasa parece empezar a funcionar a punta de repetición en la “ciudad blanca”. Frente a la iglesia cerrada con cadena y candado, van y vienen pocas personas cada tanto a pie o en bicicleta, con bolsas llenas de abarrotes. Da la impresión de que los días fueran, uno tras otro, el domingo más melancólico del año.
Sin mucho más que observar, arrancamos hacia la costa para ser testigos de las vacaciones que no fueron. El viaje despejado es interrumpido únicamente por los puestos de control de la policía.
Mientras más nos acercamos a Playa Sámara, el día se va poniendo más grisáceo. Para cuando llegamos, el sol está opacado por una nube que vuelve más dramática la vista panorámica de olas solitarias y hoteles apagados.
Al fondo de la playa tres hombres pescan con el agua por la cintura, en el otro extremo flotan barcos sin gente, y un poco más cerca, cuatro personas ignoran las cintas amarillas clavándose de cabeza en las olas blancas de la orilla.
Si la policía los encontrara, podría exigirles que salgan, pero quizás saben que la cantidad de policías dedicados a controlar las prohibiciones no da para encontrarlos a todos. No me creería si hace unos meses me hubiesen dicho que bañarse en las olas de Sámara sería ilegal.
Al fondo, un gigantesco sol naranja emerge entre las nubes solo para escurrirse rápido entre las montañas. La sensación de irrealidad parece haber llegado para quedarse y algunos le llaman “nueva normalidad”.
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