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Los guardianes del maíz

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Enrique Gutiérrez es un agricultor guanacasteco de 74 años, una edad que no le impide salir de su casa a las 6 de la madrugada para ir al campo a sembrar y trabajar el maíz criollo. Trabajar la tierra es el motivo de este santacruceño que vive en Santa Bárbara, a cinco kilómetros del centro de Santa Cruz.

Entre sus manos ásperas –embarradas de insecticida porque aún no han logrado la certificación orgánica– se espabilan unos granos de maíz blanco, una semilla criolla heredada de sus abuelos.

Allí, en sus dedos, se recuesta la base de las raíces milenarias de Centroamérica. Su origen se remonta a más de 5.000 años y desde entonces sus usos se han diversificado: desde una tortilla humeante hasta una chicha colorada, que solo puede venir del maíz criollo porque, como dicen los campesinos de la zona, no hay maíz transgénico que sea morado.

Hablar de maíz criollo es, inevitablemente, hablar de transgénicos, una mala palabra para estos campesinos que desde hace muchos años decidieron emprender la batalla por la pureza de su semilla. Para ellos, no es sólo una oda al recuerdo de sus antepasados, sino la capacidad de seguir produciendo el alimento en el futuro.  

“Yo guardo la semilla para volverla a sembrar. Cuando está seco, corto y guardo las mejores mazorcas para compartir las semillas con mis compañeros. En cambio, el maíz transgénico está hecho para que no se pueda volver a sembrar porque no crece”, cuenta Pedro Rosales, dueño del terreno en el que trabaja Enrique.

Con Rosales coincide el agrónomo Adrián Arias: la semilla transgénica está patentada y, si se cruza con una plantación transgénica, la empresa dueña de esa patente puede reclamarlas como suyas e impedirle vender, explica.

Los concejos municipales en todo el país han tomado acuerdos para declararse libres de estos productos genéticamente modificados. Nicoya, Nandayure, Santa Cruz, Abangares, Hojancha y Liberia son parte del 92% de los cantones de la lista (que suma 74 cantones), aunque la discusión sobre la legalidad y el alcance de estos acuerdos todavía está en discusión.

Mientras tanto, estos hijos del maíz ocupan sus manos, sus pieles y sus vidas en  proteger el legado de esta historia que, por ahora, todavía huele a tortilla palmeada. “Nuestra semilla está viva”, dice Rosales.

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