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Margarita Marchena: la lucha femenina detrás de las tortilleras de Santa Cruz

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Margarita Marchena comenzó a trabajar en la cocina a los siete años, rodeada de las llanuras calurosas y los potreros aislados de Santa Cruz en los años treinta. Le seguía los pasos a su madre, Mercedes, que trabajaba alimentando a los peones de varias fincas del cantón. Margarita solo fue un mes de su vida a la escuela, pero decía que sabía suficiente para entender cómo funcionaba el mundo. Su experiencia y sus heridas la guiaban. 

A los 13, cuando su madre murió, Margarita ya tenía seis años de trayectoria laboral y podía, según ella, terminar de criarse. Sola aprendió a leer, escribir, sumar, restar y a emprender. Fundó uno de los restaurantes más icónicos de su cantón: Coopetortillas.

A esa edad también comenzó su historia como la mujer que crió a ocho niños que no eran suyos y generó empleos para madres solteras y pobres. Todo eso lo hizo sola, pero impulsada por las enseñanzas de su madre y el recuerdo de esa pequeña Margarita que recorría con sus piececitos los arados santacruceños.

Detrás de su contextura delgada, su voz suave y su pequeño tamaño que no pasaba del metro cincuenta, había una mujer feroz y severa que no permitía descuidos y que mantenía  a raya a todos aquellos que la rodeaban. Su primera estudiante fue ella misma.

Resiliencia por necesidad

Margarita fue valiente no por decisión, sino por necesidad. Nació en Chontales, un pueblo ganadero al sur de Nicaragua, de una mamá guanacasteca y un padre nicaragüense. Tres años después migró a Guanacaste junto a su madre y sus dos hermanos. Adoptó el Marchena, el apellido materno, como un homenaje a la influencia de las mujeres en su vida.

Después de la muerte de su madre, trabajó de finca en finca en Santa Cruz como cocinera o encargada de limpieza.  Años después migró hacia la zona bananera del sur del país, donde aprendió nuevas técnicas de cocina y conoció a su primer esposo.

«Tres años viví con el hombre, pero no servía para nada. Pensé, ‘lo que no sirve, que no estorbe’”, contaba en el 2006

Hablaba solo cuando era necesario, pero cuando lo hacía era contundente. Valoraba su soledad, la veía como una fortaleza. Eso le agregaba al misterio y respeto que las personas sentían por ella. 

No hablaba mucho, pero ¡ay! Si se enojaba. Ni quiera Dios”, recuerda entre risas nostálgicas María Obando, una de las mujeres que desde los cinco trabajó con Margarita.

De regreso al origen

A mediados de los sesenta regresó al pueblo que amó, Santa Cruz, e ideó un restaurante de comida a la leña tradicional, donde emplearía a madres solteras en pobreza. No tenía un peso en la bolsa, pero sabía que debía encontrar una forma de hacerlo. 

Junto con otras dos mujeres, incluyendo la madre de María Obando, abrió un restaurante en 1973 llamado “Las Tortilleras”, que luego se convirtió en Coopetortillas. Iniciaron en un galerón desquebrajado y pequeño en Santa Cruz centro.

Fotografía tomada del Ministerio de Cultura y el Facebook Yo amo Santa Cruz Gte. En la foto aparece Margarita Marchena (última a la derecha) con el equipo de trabajo de Las Tortilleras.

La comida de Margarita atraía a los nostálgicos que no conseguían en otro lado ese sabor de comida guanacasteca pura y a la leña: arroz de maíz, sopa de mondongo y todos los sabores que hacen a los bajureños extrañar el hogar de mamá.

Su pasión por la cocina venía también del respeto que le tenía a sus antepasadas. Margarita puso atención al uso de cada especie, cada vegetal y sabor que entraba a su plato. Ahí era su trinchera. 

Ganó en el 2004 el Premio Nacional de Cultura Popular Tradicional por revolucionar la comida tradicional santacruceña y guanacasteca y aportar a la organización comunitaria. 

Un roble hasta el final

El negocio era particular: dividían las ganancias entre todas y animaban a otras a mujeres a que llegaran aprender, recuerda María Obando. Ella y otras de las tortilleras, como María Elena Jiménez, llegaron desde “carajillas” y aprendieron a cocinar con Margarita antes de aprender a leer. “Ella quería que las mujeres se defendieran con algo, que no se quedaran sin trabajar”, recuerda.

Margarita Marchena también crió a unos ocho niños en Santa Cruz, muchos huérfanos o con padres ausentes, también a los sobrinos de ella. Los educó como pudo. Años después, decía que solo uno la visitaba pero no le molestaba, lo entendía. “Yo lo que pienso es que por lo menos cumplí con mi deber. Ayudé a quien me necesitó”, contaba en el 2006.

El esfuerzo de Margarita hizo que Coopetortillas se convirtiera en una parada obligatoria en Santa Cruz. 

Meses antes de su muerte, en enero del 2018, Margarita seguía llegando al negocio. El humo de la leña le había afectado su cuerpo, pero quería asegurarse que la tradición y calidad siguieran intactas. 

Con las ganancias de su restaurante, varias mujeres lograron enviar a sus hijos a la universidad; ese era el fin.

Esto de nosotras es el trabajo de las madres pobres. A la juventud hay que ayudarle. Ellos se quedan y uno se muere”, decía.

Cuatro años después, María Obando y María Elena Jiménez mantienen a flote el legado que dejaron esas mujeres que reclutó Margarita. Varias han muerto, otras se pensionaron. Ambas ya pasan los 60 años, pero luchan por conservar la tradición. Margarita estaría orgullosa de que luchen como ella les enseñó.

 

Este perfil de Margarita Marchena se construyó con relatos de María Elena Jiménez y María Obando, actuales administradoras de Coopetortillas y pupilas de Margarita desde que nacieron. También con el libro Veinte grandes personajes de Guanacaste de Camilo Rodríguez Chaverri y los Catálogos de Cultura Guanacasteca del Ministerio de Cultura. 

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