Las horas pasan como si no pasaran en el albergue San Dimas, donde cientos de haitianos y africanos con sus hijos en brazos esperan, un domingo tras otro, a que algún milagro les abra la frontera entre Costa Rica y Nicaragua, a cinco kilómetros de aquí.
En un salón comunal de unos 500 metros cuadrados, se tropiezan colchonetas con chupones, pañales con comida, bultos que solo tienen fotografías de lo que un día fue un pasaporte. Unas bañan a sus niñas en la pila donde al lado alguien más lava los platos. Otras se alisan el cabello. Otros miran su celular por horas de horas. Todos sobreviven a este miércoles de julio, que es como cualquier otro miércoles desde hace tres meses, cuando la Comisión de Emergencias municipal abrió el albergue.
Lavar la ropa es una de las principales actividades en el salón comunal. Las migrantes aprovechan todo el perímetro y las cercas de los vecinos para tender sus prendas.
“No sé qué día es hoy”, dice Sammuel, un nigeriano cuyos pedazos de piel rostizados son los testigos con los que acompaña su relato, uno en el que fue víctima del grupo islamista Boko Haram, que un día entró a su iglesia y la quemó, con todos los cristianos dentro.
A él, la decisión del presidente Daniel Ortega de cerrarle el paso a las olas de migrantes desde el 15 de noviembre, terminó por congelarle el tiempo. Lo intentó tres veces por otros recovecos de la montaña, perdió mil, dos mil, tres mil dólares -dice él- y ya no quiere intentarlo más. Ya no tiene nada para perder.
Nunca esa frase tuvo tanto sentido. Por un lado, a muchos de los que están aquí ya no les queda dinero para regresar o para seguir intentando cruzar de manera ilegal. Por el otro, en sus países eran pobres hasta los huesos o estaban amenazados de muerte y ya no pueden regresar -así lo cuentan con mensajes de Whatsapp o fotos de Facebook en mano para que quien los mire les crea.
Eso lo sabe el Gobierno. El ministro de Comunicación, Mauricio Herrera, en quien se centraliza cualquier comunicación oficial posible, dice al teléfono que esta nueva ola de migrantes quiere un trato como el que recibieron los cubanos, pero que eso es imposible.
“No los podemos deportar, no podemos hacerles un puente aéreo y Nicaragua no los deja pasar. No podemos hacer nada con ellos”.
Dos semanas después de esta entrevista, el Gobierno ha comenzado un proceso para aprehender a estas personas y deportarlas hacia sus países de origen, según han comunicado vía correo electrónico. Además, ha cerrado las fronteras a nuevos migrantes irregulares, pues no cuenta con los recursos para atenderlas, ha dicho el presidente de la República, Luis Guillermo Solís.
Mientras tanto, La Cruz, el segundo cantón con menor desarrollo social de Costa Rica, es un limbo del que estos migrantes quieren salir por sus propios medios, pero no pueden.
Los nuevos habitantes
Egina Sama (26 años) y Emensa Angela (30 años). El Congo. “Desde hace semanas no comemos ni dormimos bien. Viajamos en barco hasta Ecuador desde El Congo con nuestras crianzas en brazos y subimos con ellos por la selva hasta que llegamos a Panamá. Queremos ir a Estados Unidos para trabajar”.
Muinga Mirielle es una de las cocineras del grupo de los Haitianos. En la cocina le llaman ‘Sexy, pues se mueve con mucha gracia. Junto a otras dos mujeres Haitianas prepara 3 ollas de arroz con frijoles para alimentar a unas 200 personas.
Luego de dos horas de esperar a que los Haitianos terminen de utilizar la cocina, el grupo de Africanos sirve con mucho orden un plato típico de comida de Senegal llamado Farci, que contiene cebolla, ajo, pimienta, arroz, carne y huevo.
El Gobierno calcula que en este albergue hay 308 personas, incluyendo niños, hombres y mujeres adultas.
Son las 3 p. m. de un jueves de julio y Christopher Elizondo, paramédico de La Cruz Roja, trata de ordenar sin ningún éxito al tumulto que grita y se ríe y llora y come… todo al mismo tiempo.
Es lo más cerca que Christopher y el resto de la comunidad de Las Vueltas de La Cruz estará nunca de las llagas que provoca un grupo extremista como el Boko Haram, de la represión a la libertad de hablar en Etiopía y hasta del hambre extrema de los haitianos después del terremoto del 2010.
En este barrio, donde predominan decenas de casas iguales, construidas con bonos del Estado, algunos vecinos se preocupan por resguardar su propia seguridad. Otros, tratan de ayudarles con lo que pueden: prestarles un enchufe para cargar el celular, irles a sacar dinero de Western Union o de Money Gram, darles una taza de café.
“Yo los dejo que tiendan aquí en mi cerca porque a mí eso no me quita ningún pedazo. Ya yo escuché que la asociación (de desarrollo) anda pidiendo firmas para sacarlos de aquí y yo de una vez dije que yo firmas no estoy dando”, dice decidida Yuzel Rodríguez, quien vive al lado del albergue.
A otros les preocupa el dengue, el zika, las enfermedades que traigan los migrantes y que podrían proliferar con la presencia de aguas estancadas en la entrada al barrio, un gran nido verde de mosquitos.
En el albergue, sin embargo, no hay un solo zancudo visible, por las fumigaciones que realizó el Ministerio de Salud.
Lo único que zumba en los oídos son los relatos de terror, de familias que han caminado seis días entre la selva espesa del Darién -entre Colombia y Panamá-, que han viajado meses enteros en botes desde África o que han tenido que salir de Brasil, donde trabajaban, porque la crisis les majó los talones.
La travesía
Mitta (25 años). Etiopía. (Entre Colombia y Panamá) caminé seis días por la montaña, caía mucha agua, perdí mis documentos, pero llegué. En cambio, en Nicaragua te dejan en el bosque y tienes que buscar a los militares porque te estás muriendo de sed. Ellos no dicen una sola palabra, pero te traen de regreso, sin dinero.
Fallou Sourang (28 años). Senegal. “Llegué hace siete meses a Costa Rica. Soy de los primeros migrantes. En África, trabajaba como vendedor y ganaba unos $350. Le pagué $400 a un coyote para que me llevara a Nicaragua. Me terminó robando todo”
Tabit Rodulf (30 años). Camerún. “Solo quiero seguir caminando. Keep going. Venir a América era mi sueño desde que era niño. Yo soy ingeniero y supervisaba obras en Camerún. Quiero trabajar para mandarle dinero a mi esposa. Estuve una semana en la jungla, sin comida y sin comunicación. Si hubiera sabido lo que me esperaba nunca hubiera venido”.
Mohammed Awal y Frank Boadi Nyaneke. Ghana. Awal: “Estudié periodismo y comunicación en Kumasi Technical University. Cuando salí de la universidad no tenía trabajo y decidí empezar a dar charlas en escuelas y colegios. Aunque en mi país la constitución garantiza la libertad de expresión, pocas personas tienen el valor de criticar al gobierno. Yo sí y por eso comencé a recibir mensajes amenazantes por medio de Whatsapp y Facebook”. Nyaneke: “Tenía mi propio bar. Usaba la parte de atrás como lugar de reunión de la comunidad gay porque allá es ilegal y peligroso. Cuando los vecinos se dieron cuenta, me quemaron el bar y mi casa y me amenazaron de muerte”.
Mitta abre la boca y señala con el dedo sus encías infeccionadas. Donde antes iban dos muelas, ahora va un pedazo de carne hinchado que a su vez le abomba la mejilla y la obliga a masticar las palabras antes de expulsarlas.
Tiene 25 años y salió huyendo de Etiopía hace seis porque comenzó a hablar. “Hablaba de lo que sentía”, dice en un inglés que arrastra las vocales. “Iban a matar a mis padres si seguía allá”.
Su camino comenzó en Brasil, donde tenía un trabajo en una peluquería, pero salió corriendo de allí cuando dos hombres comenzaron a pelear por ella y estuvieron a punto de matarla.
De allí subió a Perú, Ecuador, Colombia, Panamá y Costa Rica, pero asegura que el tramo más difícil fue Nicaragua.
Aunque en este momento hay una barrera de policías que no deja entrar a personas indocumentadas desde Panamá, la frontera es tan porosa que hay comercios en los que se entra por un país y se sale por el otro, dice Mauricio Herrera. “La semana pasada entraron entre 100 y 150 por día. Eso ya no es sostenible para un país pequeño como Costa Rica”.
De Paso Canoas, siguen un control migratorio en el que les dan un permiso para estar en el país durante 25 días, les toman huellas dactilares, tratan de conocer su identidad y les dan una atención médica básica. Todos los Ebáis por donde pasan tienen órdenes de atenderlos.
-Siento mucho dolor, so much pain, pero no quiero paracetamol para mis dientes. El Gobierno ha sido bueno, good with us, pero no quiero quedarme aquí. Quiero seguir a Estados Unidos.
-¿Vas a encontrarte con alguien allá?
-No. No tengo a nadie.
-¿Y qué esperás encontrar en Estados Unidos?
–Estudios. Quiero estudiar política para liberar a mi país. I want freedom for my people.
Querer es un verbo que requiere de paciencia cuando las esperanzas son muy pocas. Cuando el reloj marca las 10 p. m., algunos se van a dormir. Sammuel se toma sus píldoras contra el dolor muscular y se recuesta sobre la espuma, con una manta en la cara. A su lado, un musulmán reza. Mañana será otro día… o quizás, el mismo.
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