Comunidad, Derechos Humanos

Ocho hijos y poco más: la carrera de una familia guanacasteca por enviar a sus hijos a la universidad

Todos los años, la comunidad organiza una cabalgata a beneficio de la escuela unidocente de Bella Vista de Nandayure, el Ebáis y la iglesia.
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Luego de varios kilómetros de lastre en las llantas y mucho polvo en la garganta, el mapa me insiste en que este guindo a mi derecha es una entrada y que aquí es donde vive Auxi. “Usted siga trepando. Trepa y trepa, y del salón comunal agarra a la derecha”, me dijo hace un buen rato un guanacasteco de camisa abierta hasta el ombligo.

El “guindo” resulta ser, efectivamente, la entrada a la casa de Auxi, pero lo que sigue unos metros más allá es una de esas películas en las que alguien se mete a un armario y del otro lado encuentra un mundo inesperado y maravilloso. Miro a la derecha y, a lo lejos, clavada en medio del mar, en el centro del Golfo de Nicoya, descansa completita la Isla Chira como en una de aquellas acuarelas que pintábamos en el cole.

Cuando inventaron que la belleza cuesta, creo que se referían a Bella Vista, este pueblo de unas 40 familias y nombre obvio que se alza sobre el sureste de Nandayure, donde se criaron Auxiliadora, Grettel, Elieth, María del Carmen, Ana Lucía, Sussan, Juan Diego y Josué Carranza Montero. Ocho hermanos educados en escuela unidocente y colegio rural a los que la belleza y las carencias de este paraíso les depararon un futuro, cuando menos, agridulce.

Grettel, Auxiliadora y doña Ángela preparan el almuerzo para la familia y un pan para «más tardito». En una hora llegarán los que faltan: andan cogiendo café.Foto: María Fernanda Cruz

Grettel se sienta en la mesa de afuera de espaldas al mar. Moño de pelo lacio, ojos miel. Sonríe como con pena, disculpándose por el sol duro de las 10:30 a.m., aunque, en realidad, acá es más fresco que en el resto de la bajura.

Frunce el ceño cuando me cuenta que, en sus primeros días en la Rodrigo Facio de la UCR, hace un par de décadas, justo le tocó hacer la tesina de Estudios Generales con un grupo de chicos que recién salían del Humboldt, un colegio privado, josefino, impagable para la mayoría de los mortales. Ella, mientras tanto, había ido a la escuela unidocente de Bella Vista, donde con costos le daban español. Luego entró al Colegio Técnico Profesional de Carmona de Nandayure, donde la enseñanza del inglés se reducía al “Jelou ticher” y algunos profes los dejaban huérfanos durante meses.

El último informe del Estado de la Educación muestra que cuando Grettel y varias de sus hermanas entraron a la UCR, era mínimo el porcentaje de chicos de bajos ingresos, como ellas, que lograban llegar a las universidades. Apenas un 6% que con el tiempo ha ido creciendo hasta llegar al 11%.

En cambio, sus compañeros de coles ricos siempre tuvieron posibilidades muchas más altas, no solo económicas sino estadísticas: desde el 2005 más del 50% de las personas del quintil con más ingresos llegó a la universidad.

Grettel y sus hermanos nacieron en uno de esos lugares donde se cultiva lo que se come, no por la moda farm to table, sino por necesidad, y aún así, ahí estaba ella, siendo parte de la minoría.

Pero los chicos del Humboldt decidieron analizar un libro en alemán para la tesina.

“Imagínese que ellos [sus compañeros de la U egresados del Humboldt] lo que hicieron fue que me metían en todo pero yo no hacía nada”. Grettel se pone la mano en la frente con el codo sobre la mesa y se remueve en señal de reprobación.

“Ese es un colegio muy bueno, muy muy bueno”, dice. “Y yo venía de un colegio donde la metodología de enseñanza era: copie de la pizarra o le dictamos la materia y nada más”, agrega mientras Auxiliadora, su hermana, sirve fresco de mango y galletas horneadas a la leña.

Grettel tenía 19 años cuando entró a la U. Estudió dos años de Geografía y luego se rindió. Le ponían lecturas en inglés y dice ella que hasta en francés. “A mí lo que me frenó fue la educación secundaria”.  De inmediato se casó y tuvo una hija, pero una frase le martillaba la cabeza: “Yo fracasé en la UCR”. Al principio se echaba a sí misma toda la culpa, “que tenía que haberle puesto más”, pero muchos años más tarde, ya sin la mano en la frente, dice que el camino de la vida la ha ayudado a redistribuir esta culpa.

Pese a todo

La cocina es de leña. De almuerzo hay picadillo de plátano verde con carne molida, arroz y frijoles. Doña Ángela, la mamá de toda esta marimba de güilas crecidos, amasa sobre una mesa de metal lo que será un pancito horneado con jalea por dentro.

Los ojos le sonríen solos cuando se pone a rememorar. “Con un bordón, pero usted se gradúa de la escuela sí o sí”, cuenta que le decía a Sussy, la menor de las mujeres, cuando le iba mal en los exámenes. Pero una vez, el papá le dijo a varias de sus hijas que ya no las iba a dejar ir a la escuela y ahí sí que la matrona de la familia no puso ojos de sonrisa: “So-bre-mi-ca-dá-ver”, recuerda haberles dicho ella.

Ángela escuchó hace poco que los hijos de los papás que no habían ido a la U tenían menos posibilidades de terminar el cole. Unos días más tarde, el investigador del Estado de la Educación, Dagoberto Murillo, me dirá lo mismo. Hay una correlación (una asociación estadística) entre un clima educativo bajo en el hogar y el nivel al que logran llegar los hijos.

En otras palabras, más que de qué lugar venimos, a los costarricenses nos determina de qué familia procedemos, pero…

“Siempre son las zonas rurales, costeras y limítrofes las que nos salen con la situación educativa menos favorables. Ya de por sí [en estas zonas] predominan climas educativos bajos”, me explicará el investigador.

La familia Carranza Montero es, a todas luces, una excepción. Grettel estudió enseñanza del inglés en una U privada cuando ella cumplió 26 y su hija cumplió tres. Atrás quedaron sus ganas de estudiar Geografía en la UCR. Tuvo que trabajar en un hotel y en un call center para mejorar su inglés, pero ahora, a sus 38 años, se siente contenta de haberse esforzado tanto porque le encanta su trabajo como profe de inglés en el Cindea.

María del Carmen, de 36 años, duró diez años, pero logró terminar estadística en la UCR mientras criaba a sus hijos, y ahora trabaja en el INEC, en San José.

Auxiliadora, de 28 años, tiene varios diplomados, trabajó un tiempo en Alajuela y Liberia como laboratorista química y ahora tiene un emprendimiento en salsas para carne y mermeladas. Dice que la mayoría de sus compañeras de la escuela están trabajando en el Valle Central porque aquí no hay trabajo. “Esto es un centro de expulsión”, confirma Grettel.

 

Elieth, doña Ángela, Auxiliadora, Daniela (hija de Grettel) y Grettel pasan las vacaciones juntas en su casa de Bella Vista.

Ana Lucía, de 24 años, está terminando de estudiar Ingeniería Topográfica en la sede Rodrigo Facio de la UCR y Josué entró al TEC y en unos días le avisan si le van a dar una beca. Elieth (31 años) se fue a Estados Unidos y Sussan (20 años) está sacando unos certificados de inglés.

 

Pero llegar hasta acá implicó remar contra corriente todas sus vidas. Sobre todo Grettel y María del Carmen, que para poder estudiar en la UCR hace unos 20 años, tiraban un colchón individual en la casa de una sola habitación de la tía que vivía en San José, y ahí dormían y comían y estudiaban. La tía tenía tres hijos y las ponía a hacer oficio, pero era lo que había.

Era eso o nada, dice Ángela, con un gorrito de pastelera en la cabeza.

“Ellas la pasaban requetemal, les costaba mucho estudiar, demasiado. Pero yo les decía: ‘no chiquillas, tienen que seguir, porque si yo tuviera un fincón’… Pero ni aun así porque eso puede perderse, en cambio el estudio no se pierde, es como lo bailado y lo comido, nadie se lo quita, se muere con uno”.

La élite

Hace un rato llegaron de coger café Anita, Sussy, Josué y Olman, el papá. Ahora todos comen en silencio, con cuchara, sentados en los sillones de la sala. A veces se cuentan chistes en voz baja y se ríen.

Josué es el menor: largo, delgado, cortés. Sus hermanas se deshacen en elogios hablando de él. Que cómo le encanta el cubo rubrick. Que es un muchacho bueno, disciplinado, brillante, “el trapito de dominguear de la maestra”. Que cursa el colegio en un salón de fibrolit y latas recalentadas por el sol, y que ahí el cerebro hierve y que ellas no saben cómo hacen para estudiar. Que se quedó sin profe de mate durante la mitad del último año.

Y que entonces, cuando consiguieron plata para llevarlo a hacer el examen de admisión al colegio científico de San Pedro, no lo pasó. Pero no porque no tuviera la capacidad —porque ahora sí entró a Ingeniería en mantenimiento de materiales en el TEC— sino porque compitió en clara desventaja con chicos que venían de colegios caros de San José.

Indignada, el domingo 4 de diciembre del 2016, a las 7:26 p.m., Grettel le envió un correo a la entonces ministra de Educación Sonia Marta Mora.

“Este año los estudiantes que fueron admitidos en dicha institución, según pude ver en la lista, provienen en su mayoría de colegios privados. Uno de los docentes nos dijo: ‘nosotros somos una élite’, y aunque creí que se trataba de la parte académica, me di cuenta de que es también una élite de estudiantes en su mayoría de clase media media-alta e incluso alta”.

La ministra le encomendó la tarea de revisar el correo a la viceministra académica. “Después no pasó nada más”, cuenta Grettel.

Un par de décadas después de haber entrado a la UCR y “fracasar”, como ella dice, Grettel ve el panorama desde una perspectiva más amplia y reparte responsabilidades.

“Esta situación acentúa, a mi parecer, las desigualdades, porque si lo vemos de esta forma, ellos, los que logran ingresar, son los que tendrán mejores promedios en las pruebas de bachillerato, en los exámenes de admisión de las universidades públicas”.

No sabemos cuántos chicos como Josué no logran acceder a la educación que querían a pesar de lo inteligentes que eran. Dice el investigador Dagoberto Murillo que no hay datos para poder darle seguimiento a cada niño desde que entra a la escuela hasta que sale de la universidad. ¿Cuántos nacieron para ser Franklin Chang pero se quedaron a mitad de camino cuando las barreras fueron más altas que sus brazos para treparlas? Los estudios que tenemos a mano hasta el momento no nos dejan saberlo.

Por ejemplo, no podemos saber cuántos hijos de la educación unidocente se graduaron del colegio o de la universidad. Mucho menos cuál era su coeficiente intelectual o hasta dónde pudieron haber llegado… Pero Grettel está segura de algo: “Mi hermano, al igual que miles de  jóvenes y niños de este país, seguirá luchando con mucha más desventaja para acceder a una educación superior de calidad”.

Suerte

La escuela unidocente de Bella Vista queda un kilómetro y medio más arriba que la casa de Auxi, quien me acompaña junto a Grettel y su pequeño sobrino Benjamín a conocerla.  Está pintada de azul y celeste, tiene un invernadero atrás con la huerta de la que sacan muchos de los alimentos para el comedor.

Justo al lado, en la misma propiedad, está la casa de la maestra Yessenia Padilla, una morena, alta, que es la descripción misma de la dulzura y la ternura. Siempre ha sido como la segunda mamá para los niños, muy amiga de las familias.

Yessenia Padilla fue maestra de cinco de los ocho hermanos Carranza Montero.

Más tarde, ella misma me contará que ella también estudió en una escuela como la que ahora dirige y que su hijo José Carlos y su sobrino Ramsés también fueron a un centro educativo de esta modalidad en Puerto Jesús de Nicoya, y ahora estudian en universidades públicas en San José y Nicoya.

Para poder aumentar su cobertura educativa en las poblaciones rurales y dispersas como estas, entre 1950 y 1970 Costa Rica le apostó a las escuelas unidocentes y las expandió por todo el país. La encrucijada ahora es cómo mejorar su calidad, pues en muy pocas dan inglés y computación, dos necesidades urgentes para impulsar a niños y niñas hacia el futuro científico y tecnológico que persigue el país.

Grettel nunca recibió clases de inglés, aunque ya sus hermanos menores sí tuvieron algunas lecciones por semana. “Son pocas, pero es algo. Por lo menos para aprender a decir Hello”, se ríe Yessenia.

Alrededor de la escuela se dibuja una típica postal de pueblo: plaza, iglesia, pulpería y un  tremendo polvazal. “Era el paraíso”, dice Auxi, que enfrentó limitaciones y sufrió anhelos incumplidos debido a este paraíso lejano en Bella Vista de Nandayure, pero uno no cuestiona el recuerdo de una infancia feliz.

 

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