La tierra sobre la que camina Julián Acosta está agrietadísima y seca, pero al mismo tiempo, se hunde unos centímetros con cada paso que él da. Es la típica textura de una superficie que cuenta que en algún momento estuvo inundada y que ahora, por debajo, todavía conserva un poco de humedad.
Todo el paisaje frente a Julián debería verse y sentirse igual, pero en esta época seca ocurrió un milagro y nos trajo aquí para presenciarlo: este es uno de los pocos años recientes en que la Laguna Mata Redonda no se secó por completo. Aún tiene el centro inundado y, sobre él, centenares de aves vuelan y se pasean en los trozos de tierra. Entre ellas el jabirú, en peligro de extinción.
“Tiene mucha agua”, dice Julián, ganadero de 79 años de edad y con toda una vida de vivir cerca de la laguna, principalmente en la comunidad de Rosario, del distrito San Antonio de Nicoya, donde geográficamente se ubica la laguna. “La gente que llega a tomarle fotos a las aves ahí. Eso es como un centro turístico para nosotros”, cuenta.
Vista desde Google Maps, la Laguna Mata Redonda se ve como el único pedacito de agua en medio de toda la masa de tierra nicoyana. Cerca también se ve el cauce del gran Río Tempisque, que la alimenta durante la época seca en las mareas altas.
Pero Julián la ha visto secarse por años y, por eso, que hoy conserve agua lo hace feliz: el milagro también significa que a su ganado y al de otros vecinos no le faltará el agua ni el pasto —aunque un tanto reseco— con que se alimentan en este humedal.
Desde el 2014, la familia de Julián y 11 más de Rosario de Nicoya se unieron para enfrentar los golpes que las altas temperaturas de la época seca les recetó sin piedad. Entendieron que, por sí sola, la naturaleza no les iba a proporcionar comida para los veranos, que debían innovar sus prácticas para garantizarla. También volcaron su mirada a la Laguna Mata Redonda que clamaba por vivir con ellos.
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Desde la década de los años 30, los ganaderos llevan a alimentar sus reses a la Laguna Mata Redonda e incluso las dejan por horas ahí, principalmente quienes no tienen tierras suficientes para mantenerlas.
Pero por años, la laguna disminuyó su caudal para la vida silvestre y la ganadería. Quienes la han estudiado lo atribuyen principalmente a la sedimentación y han dicho que la zona donde se ubica —en la cuenca baja del Río Tempisque— puede llegar a perder su productividad económica y biológica, sobre todo si no se implementan acciones para disminuir y adaptarse a los impactos del cambio climático.
Desde 1994, la laguna es un refugio nacional de vida silvestre, un título asignado por el gobierno a los lugares clave para proteger los hábitats más importantes de flora y fauna. En ese decreto, el gobierno otorgó el permiso para que los productores lleven a sus animales a alimentarse ahí.
Desde el 2002, también, es parte de uno de los 12 humedales de importancia nacional en el país —el de Palo Verde— según la Convención Internacional de los Humedales que pretende conservarlos. Y aquí, el ganado cumple un papel fundamental.
Con sus pisadas, las reses contribuyen a controlar las plantas colonizadoras que luchan por arrebatarle espacio a la laguna y a posibilitar la formación de los espejos de agua que atraen a decenas de especies de aves a este lugar. Es un ciclo de interdependencia entre las reses, la comunidad, la laguna y la biodiversidad.
“No es que parece que no se va a secar, es que no se seca”, dice Julián convencido, pero rápido cambia su afirmación. “A no ser que el verano se nos alargue, porque aquí en Guanacaste hemos tenido sequías que es julio y no nos ha llovido. Un aguacerito y se quita”.
Julián se refiere a la sequía del 2014, la más intensa del país desde 1930. Los ganaderos de Rosario de Nicoya —y prácticamente todos los de la provincia— veían una tras otra de sus reses morir. No llovía, no había pasto, no había laguna y no todos estaban preparados para hacerle frente al panorama. Las pérdidas por muerte de reses en la Región Chorotega fueron de $6,5 millones, según estimaciones del Instituto Interamericano de Cooperación para la Agricultura (IICA).
La laguna se solidificó al punto de que los carros pasaban por encima de ella, dice Julián. Así también lo recuerdan el administrador del refugio, José Carlos Leal, y la académica de la Universidad Nacional (UNA) en el campus Nicoya, Marcela Vargas.
Vargas llegó a trabajar con la comunidad Rosario por esos años. “Uno llegaba y era todo como tostado, como amarillo, te provocaba una sed”, describe. “Era una imagen muy fuerte”.
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Fue necesario ese capítulo apabullante para que Rosario comenzara a unirse y a ser parte de la construcción del milagro, porque sí, es un milagro construido.
En esa sequía, se dieron cuenta de que la comunidad desaparecería si cada quien continuaba produciendo por su parte, sin esfuerzos conjuntos para tener comida durante los veranos y, por tanto, vacas que dieran leche y les permitiera subsistir.
También era urgente trabajar junto al Área de Conservación Tempisque (ACT), al que pertenece la laguna, para rehabilitar el ecosistema.
Desde el 2011, cuando el ingeniero agrónomo José Carlos Leal llegó a administrar el refugio, empezó a idear cómo retirar los sedimentos y la vegetación excesiva, que en ese entonces abarcaba un 70% del humedal, según registros del ACT. La salida fue, principalmente, buscar fondos para financiar las horas de trabajo en las que la comunidad eliminaría las plantas invasoras y el sedimento.
Después, en el 2015, el refugio también logró introducir maquinaria para agilizar la remoción de sedimentos. Hoy también abren y cierran una compuerta en el estero para que ingrese la marea. Leal quería volver a ver los espejos de agua con que él la conoció.
“Hace muchos años, yo iba a la laguna a pescar. Era una laguna con un espejo de agua muy grande y muchos pescados, que hasta sobraban”, recuerda Leal. “En 2011, llego y la laguna no es tan laguna. Está cubierta de vegetación”. relata Leal.
Al mismo tiempo, la UNA —a través del Centro Mesoamericano de Desarrollo Sostenible del Trópico Seco (Cemede)— inició un ciclo de capacitaciones a los ganaderos de Rosario, que les ayudó a conformar una asociación para trabajar juntos y a implementar la siembra de pastos mejorados y de ensilajes (pasto del invierno almacenado en pacas) que les diera alimento en los veranos.
Para Yorjani Acosta, el hijo de Julián, las nuevas técnicas para sus actividades cambiaron sus vidas. “Nosotros antes estábamos como nuestros abuelos, que les gustaba mantener el montón de ganado y no ir seleccionando lo que sirve y no sirve”, cuenta. “La ventaja del grupo de nosotros es que si un compañero necesita, nosotros vamos a la parcela de ese compañero a ayudarle”, agrega.
No ha sido una tarea fácil adaptarse a los cambios, admite la presidenta de la asociación, Ana Ureña, quien en el 2014 escuchó por primera vez sobre el cambio climático.
“Es parte de la naturaleza y no creíamos [en el cambio climático], hasta que fueron pasando los años y lo fuimos entendiendo”, dice sentada en el patio trasero de su casa donde tiene su cocina de leña y unas cuantas gallinas.
“Tal vez no es como un cambio climático, sino es un cambio de vida”, reflexiona. “Nosotros estamos yendo a un cambio de vida que no es bueno ni para el ser humano, ni para la naturaleza, ni para ningún ser viviente en este mundo”.
Los ganaderos solían vender la leche que ordeñan artesanalmente a un señor que pasaba comprándoles, pero en el 2016 lograron edificar un centro de acopio: Julián prestó el terreno y la UNA el tanque de leche, la balanza y un techo que pretendían desechar, relata Vargas. Con rifas, partidos de fútbol y venta de comidas, lograron construir toda la demás infraestructura del centro de acopio. Y ahora le venden la leche a la empresa productora de lácteos, Sigma, que pasa día por medio a la comunidad.
“La gente a veces cree que llegó la universidad y voy a que me den, ¿verdad? Y a ver qué nos va a dar la universidad, y no, la universidad llega para que construyamos juntos, para ser un equipo. El proyecto ha sido un éxito por eso, porque hemos sido un equipo, y ellos no han esperado a que todo se lo regalen”, cree Vargas, que aún hoy continúa trabajando con la comunidad.
Desde el golpe del 2014, el pueblo renació: las 12 familias que integran la asociación trabajan y viven mejor por las nuevas técnicas para asegurar comida en el verano y por la rehabilitación de la Laguna Mata Redonda.
“Ellos se fueron empoderando y empezaron a despertar de un montón de cosas que ellos eran capaces y no lo sabían”, dice Vargas. Y con ellos, la laguna también despertó: ahora hay más agua, y hay más vida. Mientras en el 2013 contabilizaron 69 especies de ave, el año pasado ascendió a 116, relata Leal, el administrador del refugio.
Para Ana, eso sí, adaptarse al cambio climático es un proceso interminable. Ahora enfrentan una sobrepoblación de hormigas y garrapatas en el campo y cocodrilos en la laguna. Las vacas abortan y les da cáncer en la piel. “Son cosas inexplicables para nosotros pero es parte de la naturaleza”, pero dice que no tienen alternativa. Tenemos que ir cambiando con el cambio climático”.
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