Comunidad, Cultura

Veterano, tenor y trovador

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No puedo dejar de verle los ojos a don Manuel. Azules, hundidos, jóvenes. Estamos en su casa en Calle Real, ni lo pensó para abrirme las puertas, para presentarme a su esposa y regalarme un fresquito.

Es lunes en la tarde y estamos esperando a que caiga el aguacero. Don Manuel y doña Barbarita vienen llegando de hacer mandaditos, nos sentamos y me contagian del estilo de vida lenta y tranquila que llevan.

Me puedo imaginar la infancia de don Manuel acá, jugando con el artista Raúl Zúñiga Clachar, brincando tapias y enamorando muchachas en una calle mucho menos transitada que la de ahora. Más de una chiquilla liberiana en los años 50s y 60s se desearía esta realidad mía de ahorita. Don Manuel en ese entonces era como un ídolo pop, las chiquillas tenían sus cancioneros y les encantaban sus ojos.

Dice que la música lo eligió a él y no al contrario. Su madre era una soprano muy talentosa y le cantaba desde el vientre, así que creció en un ambiente muy musical. A los cinco años, su papá le contrató un profesor de guitarra. Más adelante, se unió al grupo de Flautas Cantoras de Guanacaste.

Yo todo lo he hecho por la música, por hacer lo que amo”, me dice contento.

A los 13 años se moría por cantar, se moría por ser un showman y se colaba en los entablados de los conciertos de las orquestas populares como la de Lubín Barahona. Llegaba con su guitarra y pedía un campito para cantar. Se le iluminan los ojos cuando me cuenta: “Me daban el espacio, me presentaban y yo cantaba, acompañado de la orquesta, la gente se volvía loca, me pedían siempre más”.

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En su casa en Calle Real, Don Manuel conserva algunas fotos de su época en México. Foto: Eka Mora

Don Manuel podría cantar lo que quisiera, Rigoletto (que por cierto es su ópera favorita) o alguna otra ópera de esas, pero no, él prefiere cantarle a Guanacaste, a la fiesta, al baile.

Aún con su calidad de voz, no me extraña que haya escogido una carrera en la música popular en lugar de dedicarse a una carrera en el canto lírico, digamos. Puedo ver la pasión que siente por los conciertos, por el baile, y también, su cariño por la gente.

En algún momento lo pensó.  Pensó en estudiar canto lírico en Milán, pero a estas alturas de la vida me cuenta sin miedo que cuando fue a pedir la beca, la persona encargada de otorgarlas quiso sobrepasarse con él durante la entrevista.

Él salió corriendo de la oficina, avergonzado y agobiado, con la certeza de que esa posibilidad ya no existía. A sus 14 años pensó que eso no era para él. Por lo menos no así. En ese momento no le contó a nadie lo que pasó, me dice que es la primera vez que le cuenta a alguien.

Calle Real definitivamente es uno de sus lugares más atesorados. Recuerda con cariño la casa Zuñiga Clachar como un lugar en el que corrió y jugó con sus vecinos y amigos. Foto: Eka MoraFoto: Eka Mora

Al terminar el colegio, empezó a trabajar en un banco con la idea de ahorrar e irse a estudiar medicina a México. Trabajó dos años y se fue. En México, con 19 años, conoció a Lolita Castegnaro, una cantante lírica costarricense que también era maestra.

Castegnaro le hizo una prueba y le dijo que, si la pasaba, ella le iba a dar las clases que él necesitara. Él la pasó e inclusive se sorprendió de lo que su voz pudo lograr, entonces doña Lolita lo aceptó como estudiante, le dijo que no le iba a cobrar absolutamente nada, pero que tenía que ser disciplinado: no podía faltar a las clases ni una sola vez porque las perdía para siempre.

En los siete años que estuvo estudiando con ella, nunca faltó. Fueron siete años cantando de cinco a seis de la tarde, de lunes a viernes, después de estudiar, a veces con ganas de irse de fiesta, a veces con mucha tarea.

Sus años en México estuvieron llenos de glamour y de farándula: concursos en la estación XEW, grabaciones en la compañía Capitol, noches tocando en el restaurante en el club nocturno Rioma, giras por Acapulco y Cancún, recibiendo el cariño de la gente, esforzándose para incorporarse en un mundo del espectáculo que era difícil, sobre todo por ser extranjero. 

Durante ese tiempo, iba y venía a Costa Rica. En 1959 grabó «Luna Liberiana», escrita por el compositor Jesús Bonilla y «He Guardado» de los compositores Manuel Rodríguez y Aristídes Baltodano. Regresó en el 62 a la patria y grabó varios temas de Ricardo Mora y de Mario Chacón.

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Según el experto en música popular costarricense, Mario Zaldivar, no se puede hablar del tema sin hablar de don Manuel. A él le parece que tocó muchos más corazones con el camino que eligió como cantante popular que con el otro camino lírico que pudo haber tomado.

Dice Zaldívar que a finales de los 50s y principios de los 60s, Manuel Chamorro era una especie de fenómeno mediático, era  el tenor lírico spinto que cantaba los boleritos de Ricardo Mora y Mario Chacón, con una voz maravillosa y un look que le sumaba.

Su esposa, Barbarita, se sonroja cuando se acuerda de él en esa época. Ellos se conocieron cuando ella iba a México a hacer cursos de verano de la universidad. Era un amor intermitente. Ella estaba todo el verano allá y se querían todo ese rato. Después, ella regresaba a su vida en Estados y él a su vida de músico y estudiante. 

Doña Barbarita y él se conocieron en México hace muchas décadas y se reencontraron después para casarse (y cantarse). Foto: Eka Mora

Todos los años eran así hasta que ella se graduó, se casó, tuvo hijos y no regresó. Muchos años después, enviudó.

Cuando tuvo tiempo de pensar en ella misma otra vez, se acordó un día de las cartas que don Manuel le escribía y decidió buscarlo. No fue fácil, pero dio con él en el restaurante de un chino en Liberia. Ella le preguntó al dueño si sabía si don Manuel se había casado. El chino le dijo que siempre lo veía solo y ella sintió un gran alivio.

Al día siguiente lo llamó, hablaron, luego se vieron, luego se amaron y terminaron casándose en el 2011 en Playa Hermosa de Carrillo. Los meses que está doña Barbarita en Costa Rica no paran en la casa, van a hacer mandados, van y vienen. ¿Cómo hacen estos dos a los 80 y tantos para tener esa energía?

Don Manuel saca la guitarra, y nos vamos a sentar en el Café Liberia. “Este es el lugar más lindo de Liberia”, me dice. Me advierte que va a cantar. El patio se llena de su música, de Malagueña Salerosa, y a mí hasta me da cólera que los muchachos de la mesa de al lado no sepan quién es él.

Termina la canción con ademán digno de el Palacio de Las Bellas Artes a reventar y me deja claro que esa es su identidad.

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