Un día, hace unos seis años, le pregunté a través de la computadora a mi hija: “¿A usted le gustan las mujeres?”. Yo no podía escribir, ni mucho menos pronunciar, la palabra lesbiana. Mi hija me constestó: “Ma, ¿no preferiría tener esta conversación en persona?” Esa respuesta me lo dijo todo.
Las piernas me empezaron a temblar. Fue un balde de agua fría. Llamé al papá de ella, a mi esposo, y le mostré la computadora, leyó ese par de líneas y solo me dijo: diay, si es, es. Yo lloré toda la noche, tanto, que al día siguiente hasta sentía que me faltaba el aire. Sentía que respirar era un esfuerzo, y que al salir a la calle, todos, absolutamente todos, me miraban.
Mi nombre es Vitinia Varela, y soy madre de una mujer lesbiana.
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Nací en San Jorge de Cóbano, Puntarenas, en el año de 1963. Tengo 56 años, de esos, 40 los he vivido en el cantón de Tilarán. Éramos 13, 11 hermanos y dos nietos que mamá crió.
Recuerdo que acá en Tilarán había un personaje famoso que solo por ser homosexual ya todo mundo decía que tenía VIH. Así eran esos tiempos.
Muy poco escuchaba yo hablar de gays o lesbianas. Y en la familia, ¡ay en la familia!, todo este tema estaba oculto. Hoy yo me imagino que tengo muchos familiares con una historia como la de mi hija, pero que por miedo siguen ocultos.
Yo pensaba que eso solo le pasaba al vecino. Que a mi familia no le iba a pasar nunca.
¿Siglas LGTBIQ? Hasta hace seis años sé lo que significan. Me importaba tan poco.
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Mi concepto de lesbiana era otro, era de una mujer con aspecto de hombre. Ana María es la menor de mis tres hijos, dos de ellos varones. Pero ella era coquetísima. Tenía muñecas, andaba con pulseras, con collares. ¿Cómo no iba a quedar en shock cuando me dijo que le gustaban las mujeres si nunca sospeché nada?
En el colegio, andaba con amigos gays, pero es que ella es un alma noble y pensé que andaba con ellos para acogerlos.
En esa etapa de colegiala, Ana escribía poesía y hasta hizo un blog. Yo lo leía y pensaba que la poesía era cosa de locos. Hasta un día que leí uno de los versos y decía: “Que tus labios, que tu boca…me encantan”. Era como si un hombre le escribiera a una mujer. ¡Pero era Ana escribiéndole a otra mujer!
Fue ahí cuando agarré la computadora, y con miedo de humillarla y hasta de ofenderla, le pregunté.
Todo fue culpa de la poesía… ¡Bendita poesía!
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Soy bautizada y casada por la iglesia católica. Creo en Dios, pero no estoy cerrada en mi credo. Mi esposo Adolfo lo explica así: creemos en un Dios de amor, que no ve diferencias, si somos ricos, pobres, gays o lesbianas. Para Él todos somos iguales.
Adolfo dice que podemos practicar la religión de muchas maneras: vivir y dejar vivir.
A mis 42 años empecé a estudiar en la Universidad Estatal a Distancia (UNED). Obtuve un diplomado en administración y llevé un curso de Historia de la Cultura. En ese curso me descubrí dándome cuenta de cosas de la religión que no me gustaban. Recuerdo que le dije a mi profesor que estaba mejor antes de todo eso. Me empecé a incomodar con los discursos desde el púlpito que atacaban a las personas homosexuales.
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Desde que Ana María me dijo que era lesbiana duré dos años en negación. Había días en que podía salir a defenderla y no me importaba nada, pero habían otros en que prefería que todo fuera calladito. Era como una montaña rusa.
Acepté que necesitaba educarme y asistí a las reuniones del Grupo de Apoyo para Familiares y Amigos(as) de la Diversidad Sexual de Costa Rica (Gafadis).
Fue el tiempo de despojarse de los mitos y de los prejuicios, pero siempre preguntándome: ¿y si en este grupo todos estamos locos?
Llegaba con panfletos de información a la casa y Adolfo los leía. Él también estaba en una guerra interna. Le había dicho a Ana María que la aceptaba pero si veía a los compañeros en el trabajo, todos hombres, reunidos en un grupito, pensaba que estaban hablando de nuestra familia.
De la boca todavía no me terminaba de salir bien la palabra lesbiana, pero acabé sentada en la primera convención internacional de familias por la diversidad sexual que tuvo Costa Rica.
En esa convención nací de nuevo.
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Soy la oveja negra de mi familia. Algunos familiares me condenan porque quiero que lo de Ana María lo respeten todos.
En el 2018, Adolfo y yo asistimos juntos a la marcha de la diversidad en San José. Llegamos de sorpresa para marchar los tres, unidos. Ese día, nada nos importó el qué dirán. Ese día solo celebramos el amor de nuestra hija.
Créanme, eso fue un logro para todos. Porque dos años antes, en 2016, en mi primera marcha, una sombrilla me salvó de cuanta cámara de televisión me topaba para que mi mamá, la abuelita de Ana María, no me viera por la tele.
Y para Adolfo, en 2017, un sombrero de paja gigante fue la salvación de las miradas que según él eran extrañas.
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El 29 de agosto del 2019, la historia de Ana María, Adolfo y mía estaba en periódicos, en la televisión, en todos lados. Fuimos el primer video de la campaña “Sí, Acepto”, una iniciativa que pretendía sensibilizar a todo el país acerca de la diversidad sexual.
Teníamos la oportunidad de decirle a otras familias que no perdieran el amor de su hijo o de su hija. Y la aceptamos.
Me estaba convirtiendo en una activista y ni sabía qué era eso. Un día, la persona que nos invitó a ser parte de la campaña me lo explicó: esas ganas tuyas de querer dar la cara para que la gente sepa que cuenta con usted, es ser activista.
Me lancé a compartir mi testimonio y terminé por conformar en Tilarán el proyecto “Amor a la diversidad de Tila”, que ya celebró su primera reunión.
Amigos y familiares se han ido, han cumplido su ciclo con nosotros, y han llegado otros. Pero a mí lo que realmente me importa es que Ana María pueda ser completamente libre.
Adolfo y yo creemos en un amor sin peros, porque al final estamos eternamente agradecidos con todas las personas que acompañaron a mi hija en el momento que él y yo no estuvimos presentes.
Nota del editor: Esta nota fue escrita por la periodista Andrea Rodríguez Valverde utilizando como referencia el relato hablado por el personaje. El testimonio solo se vio modificado por un tema de estilo.
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