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Pellejo de Lora, el acumulador de historia

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Su sobrenombre no es el más agraciado, pero en Liberia es único y muy querido por  el pueblo. Pellejo de Lora, Rafael Zúñiga, vive allá por el puente del barrio La Victoria en una casita llena de rótulos que hablan. Una señal imperdible.

“Pellejito”, como le llaman sus allegados, es popular por hacer bombas y retahílas y contar leyendas y relatos fantásticos pero, sobre todo, por ser poseedor de una gran colección  de artículos y alegorías guanacastecas en su casa-museo llamado La Trifulca.

Un nombre que se debe a los pleitos callejeros que se armaban antes, en la esquina de su casa, con mucha frecuencia. Por eso, la gente decía: “estamos aquí en el museo de La Trifulca”.

 

 

En su interior hay decenas de artículos: albardas, catres, las famosas crucetas para espantar a las monas, planchas de hierro, piedras de moler, quijongos, guacales, ollas de tres patas, huacas de los indios y hasta una espada viejísima que, asegura, fue del general Tomás Guardia.

Los rótulos también se apiñan en las paredes, por dentro y por fuera. Hay para todos los gustos: desde los más jocosos como unos cuernos colgados que rezan “Si son suyos, reclámelos”, hasta los más románticos:  “El amor son las alas que Dios no da para volar hacia él”.

A los 42 años, Pellejo de Lora decidió cortar con el vicio del alcohol.

Esa es su forma de mostrar el amor que tiene por el folclor guanacasteco.

Recordar para el futuro

¿Qué hizo que un hombre como Pellejo se convirtiera en un acumulador de historia?

“Cuando yo vi que la gente estaba botando las casas de barro de Liberia, yo me ponía a pensar ‘y ¿quién va a conocer estas casas después?’”, dice. Entonces, él salía de su casa a pedir por su museo. “Hombre, papito, regáleme algo para hacer un museíto algún día”, les decía.

“Así me fui haciendo de mis cositas. No para vender y hacer negocio, eso es un crimen. Realmente, es para enseñarle a nuestra generación que viene pa´ arriba”, cuenta ahora. Pellejo cree que su legado será ese, ser recordado (y hasta imitado) por las próximas generaciones de guanacastecos.

“Ha venido gente cargada de plata y me han ofrecido hasta 300 millones por esto. Pero no, el día que yo me muera verán mi señora y mi hija si lo regalan a la escuela o a alguna persona, pero de esto no se vende nada”, dice muy seguro.

Casi sin pellejo por querer volar

Para conocer el origen del apodo Pellejo de Lora hay que remontarse al año 1958, época en que el blanco y negro de la televisión llegaba a Liberia.  Desde niño, Rafael Ángel no se podía estar quieto. Le decían Canfinera porque siempre andaba con una lamparita agarrando guapotes, cangrejos y camarones en el río Liberia.

Un día, después de ver en la pantalla la serie Los Halcones de Oro, decidió probar mejor suerte en las alturas.“Me di a hacer unas alas de plywood, las pinté en verde y la maestra me dijo, ‘¿qué estás haciendo muchacho?’. ‘Voy a volar igual que la televisión’, le dije”, cuenta.

“Ella nunca creyó que yo lo iba hacer y así me fui una tarde a la poza del Bejuco, que estaba detrás de la Ermita de Liberia. Iban como 15 güilas a volar igual que yo. Me amarro la babosada, las alas, con unos mecates que había quitado de la pulpería de Juan Ponce y ya estaba en la cumbre como de 34 metros de altura y hago viaje para abajo y raaaaaah… nunca papalotié, hermano. Se me quebró la mano, el pómulo me quedó como el de Popeye.  Mi mamá, con un gran varejón de tamarindo, me iba a ir a joder en el hospital. De no ser por el doctor, no me salvo de una cachimbeada, hermano”.

El intento fallido por volar y el aparatoso aterrizaje fue conocido en toda Liberia, cuenta él, y cuando Zúñiga llegó al molino del liberiano Lauro Obando, este exclamó “¡Ay Pellejo de lora, casi te matás!”. Y allí quedó bautizado.

Hoy, muchos años después, su sueño ya no es volar, sino ser recordado.

“Ojalá que lo tome mucha gente, que sigan con eso adelante porque viene mucha gente extranjera y nuestra identidad guanacasteca la están enterrando, nuestras tradiciones y costumbres”.

Esa identidad es la que él piensa llevarse hasta la tumba. Aunque todavía no piensa en morirse, si le gustaría que lo lleven al cementerio en la carreta su amigo, el popular boyero liberiano “Güicho” Pizarro.  

Si la muerte lo llegara a visitar, dice él, le dedicaría unas bombas o una retahílas y hasta colgaría afuera de su casa un rótulo que diría más o menos así: “La muerte quiso llevarme pero nos reímos juntos”.

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