Entre los pequeños cúmulos de pasto amarillento de la finca de Doanson Torres y Marta Carrillo se abre una tierra negra, agrietada, sequísima. Transcurren los últimos días de abril —justo antes de que comiencen las lluvias de mayo— y ellos sienten que este es uno de los veranos más duros que han vivido porque no cayó nada de agua en diciembre y esas breves lluvias siempre los salvan para que crezca un poquito más el pasto.
Como no hay pasto, Doanson tiene que alimentar a su ganado con pacas, vitaminas, concentrado y miel. “Tengo dos meses de estar alimentando a las vacas”, dice. Pero no es suficiente.
Desde el otro lado de la cerca, Cuaresma nos mira con recelo. Se le pintan las costillas, como a la mayoría de sus 33 compañeras de potrero y a las de buena parte de las reses de la provincia. Marta va y corta unas ramas verdes de cocobolo y se las tira para que coman. “Se ponen felices cuando uno les da lo verde”, dice.
La situación de esta pareja de ganaderos es la de por lo menos el 90% de la provincia que, según cálculos del director regional del Ministerio de Agricultura y Ganadería, no tienen todavía un sistema de riego para cultivar pasto durante las épocas de sequía, ni otros tipos de tecnología que les ayuden a superar las crisis como las que se avecinan. Algunos no la pueden costear, otros prefieren no hacerlo todavía.
Los entes públicos no han declarado una sequía ni una emergencia porque usualmente lo hacen hasta que llega el invierno y se nota el déficit de lluvia. Sin embargo, ya evalúan ampliar el decreto de emergencia por sequía del 2014-2016 para la posible sequía de este año, pues el riesgo está latente ahora. Y ni qué decir del futuro.
Los productores deberían trabajar para el escenario de sequía aunque nadie lo haya declarado todavía”, dice Oscar Rojas, oficial de recursos naturales y riesgos agroclimáticos de la Organización de Naciones Unidas para la Alimentación (FAO por sus siglas en inglés).
Quizás este año llueva lo suficiente, quizás no. Pero desde el 2009, el Corredor Seco Centroamericano al que Guanacaste pertenece ha venido enfrentando sequías constantes que, según las proyecciones, serán cada vez más duras para los productores porque los costos aumentan y los ingresos bajan.
Un ejemplo de ello es que, durante la época seca, el ganado suele perder valor, pero los costos para alimentarlo suben. “Incluso hay productos que no se consiguen ya”, dice Doanson mientras arrea a un puñado de terneritos al corral para aislarlos de las vacas y que no “las mamen… porque si no se ponen más flojas”, dice. Este año, por ejemplo, una res de 400 kilos pasó de valer ¢400.0000 a ¢200.000, contaron los productores.
“La gente vende las reses antes de que se les mueran”, cuenta resignado. A él no se le ha muerto ninguna este verano, pero asegura que ya están gastando más de lo que ganan. “Nos salvamos porque mis hijos son profesionales, entonces ellos ayudan”.
Sus esperanzas están puestas en la lluvia. Pero el Instituto Meteorológico Nacional (IMN) proyecta que este año Guanacaste va a enfrentar un déficit de entre un 20 y un 30%. También, que las temperaturas van a aumentar, en promedio, hasta 2° centígrados, poniendo en riesgo esa fe que le tiene Doanson al agua.
Los riesgos de El Niño
Óscar Rojas también se encarga de monitorear el clima de Centroamérica para la FAO. Los sistemas satelitales, dice, muestran que la vegetación hoy tiene un comportamiento fuera de lo normal en comparación con un verano típico.
El problema, explica, es que el pico del fenómeno de El Niño de Oscilación Sur (ENOS) llegó a Guanacaste entre febrero y marzo, en plena temporada seca, por lo que el verano se intensificó y la agricultura y pastos sufrieron más de lo normal. Doanson y Marta lo vivieron en carne propia.
El segundo riesgo con el ENOS es que se intensifica la canícula, que trae condiciones semejantes a la época seca entre julio y agosto. Eso quiere decir que muchos productores van a necesitar agua suplementaria o sembrar especies más resistentes, que necesiten menos agua.
No pretende ser alarmista. Él coincide con los entes gubernamentales en que todavía no sabemos si tendremos una fuerte sequía, pero insiste en que los productores no pueden esperar una declaratoria para atender el problema. “A algunas instituciones les da miedo el riesgo de perder credibilidad y no quieren pronunciarse, quieren estar 100% seguros, pero ya va a ser tarde cuando estén 100% seguros”, argumenta.
La buena noticia es que, con el panorama claro, los productores pueden tomar mejores decisiones y, según la mayoría de fuentes consultadas para este reportaje, tienen varias herramientas a la mano para hacerlo. La mala es que la cultura de “ganar sin invertir” les está poniendo un freno. Y eso es algo que necesitan cambiar ya.
La producción agropecuaria no es un tema exclusivo de agricultores y ganaderos. Además del sentido de pertenencia cultural, la agricultura, la ganadería y la pesca son la segunda fuente de empleo más importante en la zona rural de Costa Rica, pues genera un tercio de los empleos según la última encuesta de empleo del Instituto Nacional de Estadística y Censos.
Nada nuevo
Los veranos intensos no son nuevos para la provincia. “Conocemos a El Niño desde épocas de la Colonia”, dice Rojas.
Con él coincide el investigador de la Universidad de Costa Rica, Luis Pineda: “Mi tesis de la universidad fue en forrajes [hierbas secas para alimentar el ganado] y encontré una tesis de 1957 que hablaba de cómo enfrentar el verano en Guanacaste”.
Tampoco es nuevo ver a las vacas escurridas en los potreros inmensos de la bajura. Entre 2014 y 2016 sufrimos la peor sequía de las últimas ocho décadas en Guanacaste, de la que pese a la alta inversión del Gobierno en la atención de la emergencia (más de ¢3.540 millones presupuestados en el decreto), “aún no nos terminamos de recuperar”, dijo el presidente ejecutivo de la Comisión Nacional de Emergencias, Alexander Solís, en una de las reuniones que sostuvo a principios de abril con productores de Guanacaste.
El MAG le dedicó un 41% de sus casi ¢6.900 millones para atender la sequía a la compra y distribución de insumos alimenticios, en lo que los especialistas llaman un modelo asistencialista que tendrá que replicarse cada año si no se invierte en tecnología e innovación para dejar de generar dependencia.
El director Regional Óscar Vásquez asegura que también invirtieron en sistemas de riego, recolección de agua de lluvia, máquinas picadoras de pasto, semillas mejoradas y un largo etcétera de acciones para ayudar a los productores a prepararse para un futuro seco.
“Entonces, ¿por qué seguimos viendo potreros en todos lados llenos de vacas flacas?”, le pregunto. Su respuesta coincide con la del presidente de la Cámara Nacional de Productores de Leche (CNPL) Álvaro Coto: es difícil traer a todo el mundo a bordo. No todos los productores quieren invertir y los que quieren, algunas veces no pueden asumir el reto económico.
Coto es muy crítico con el sector. “Sale un poquito de pasto y a la gente se le olvida por lo duro que pasó. No reaccionamos y el cambio climático llegó para quedarse”.
De hecho, Oscar Vásquez calcula que solo entre el 5% y el 10% de los productores de la provincia utilizan sistemas de riego o tecnologías de pastos de corta para alimentar al ganado durante las épocas de “vacas flacas”, aunque el 70% sí tiene sembrado un pasto mejorado en sus potreros.
Pineda agrega un elemento más: algunos de los productores no saben cómo utilizar las ayudas que les da el gobierno. Otros hasta las vendieron. “El MAG no fiscaliza el buen uso de los recursos”, alega. Aunque acepta que los productores, en su mayoría, tampoco ponen de su parte. “La apertura del productor al cambio sigue siendo parecida a la de décadas atrás”.
“Aunque fondos sí hay”, alega Coto, y asegura que el sistema estatal de Banca para el Desarrollo tiene ¢5.000 millones para invertir en productores que demuestren que van a utilizar al menos una parte del dinero en innovar para el cambio climático.
Ganaderos ganadores
Como Cuaresma (que nació en la cuaresma católica), todas las vacas de la finca de Marta y Doanson tienen nombre propio: Carlos, Patricia, Sánchez. Hay una relación de arraigo a la tierra y a los animales más allá de la rentabilidad de este negocio que mantiene a los ganaderos, como ellos, perseverando.
Es lo único, porque las ganancias son cada vez menos. “La palabra ganado lo dice todo. Hace 30 años usted metía 10 vacas al potrero y le salían 10 o 15 más”, dice Luis Pineda, el investigador de la UCR. “No tenías que invertir nada y ganabas un 100%. Ahora para sacar el 10% hay que invertir mucho. Y a veces perder”.
Pineda es especialista en forrajes y lidera un proyecto de investigación junto con un ganadero de Dulce Nombre de Nicoya, Mauricio Pineda, quien se hartó de la satanización del ganado y quiere demostrar que el problema no es la actividad en sí, sino el manejo.
Mauricio siembra un pasto mejorado con un sistema de riego por goteo que le costó unos ¢5 millones como inversión inicial y que mantiene a sus 75-80 cabezas de ganado gordito todo el año. Con la experimentación en esta finca, la UCR, el productor y la CNPL (que apoya el proyecto) pretenden aprender lecciones y mejorar errores para replicarlo en otras fincas en todo el país.
Finalmente, si el ganadero tiene una parte de la finca dedicada al cultivo de pasto, de caña o de maíz y otra parte al ganado, le funcionaría como un “seguro alimentario” que le permitirá tener vacas gordas todo el año. Pero hay que invertir.
La Universidad Nacional también tiene proyectos para ayudar a los productores a adaptarse a los cambios y fenómenos climáticos. En Pozo de Agua de Nicoya, el investigador Pável Baptista, trabajan con productores —Marta y Doanson entre ellos— que quieren formar una empresa para sacarle un mayor margen de ganancia a la leche (cuyo precio no les alcanza para todo el costo que les genera) y convertirla en quesos y natilla.
En Puerto Humo, la UNA tiene otro proyecto de fincas experimentales con potreros silvopastoriles, que integran árboles y siembra de forrajes a la zona de pastoreo del ganado, de manera que puedan darles de comer todo el año. Aunque en Pozo de Agua no se apuntaron a este proyecto, Doanson sí dice que va a segmentar su finca para sembrar por lo menos una parte.
“Al ganar más con la leche podemos comprar molinos, sembrar un poquillo de caña para poder alimentar al ganado en los veranos que vengan. Ya es más dinero, ya uno puede invertir más. Ahorita como pagan tan mal la leche a veces uno sale apenas”, cuenta.
Son pequeños esfuerzos, bastante aislados según alegan todos los entrevistados y reconoce el mismo MAG, pero al fin y al cabo están demostrando que sí hay formas de sostener la actividad que los ha mantenido arraigados a la tierra guanacasteca durante décadas.
“Ahora es esperar a que llueva, nada más”, dice resignado Doanson, saliendo del potrero mientras la luz roja del atardecer le baña los lomos huesudos a sus 34 vacas con nombre.
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