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¿A dónde ha ido mamá?

En alusión al recién pasado día de las madres, hoy quiero compartir con Ustedes el segundo de una serie de cuentos cortos ambientados en la Nicoya de antaño y su periferia.

 

¿A dónde ha ido mamá?

Lo supe desde la noche que mamá no regresó a tiempo a casa para dormirnos.

A partir de entonces nada era igual. Los niños también dudan, aunque mamá era una santa de carne y hueso. Caminaba dos horas diarias para ir a su trabajo cada mañana y dos para regresar, siempre  al filo de la noche, cuando el sol parece cantar a lo lejos su partida. Encendía cinco velas -una para cada uno- y mi abuela servía la mesa con un ceremonial propio de una gloria heredada por el pasado y ahora evaporada, porque tan cierto como que los niños dudan es que la desgracia persigue a quien no la agradece, y las gentes que antes vieron colgar en sus candelabros de cristal la luz, ahora la buscan cerrando los ojos para -con suerte- alcanzar recordarla.

Después de comer, mamá nos contaba lo bueno y lo malo de la vida dura. Siempre decía que lo que no se prueba de nada sirve, y las pruebas parecían haberse ensañado con Nosotros, deleitarse al vernos sortear una tras otra, siempre sonriendo. Las velas casi se gastaban y todos caminamos por el pasillo de las 4 puertas hacia nuestras camas. Mamá nos perseguía con una paz propia de quien nada debe hasta subir la cobija y hacer una cruz tan ordinaria como solemne, de la cabeza al pecho, de izquierda a derecha. Luego, apagaba la luz de un soplo, como haciendo magia, y la oscuridad llegaba de súbito. Nada era igual. Gracias, mamá -le dije-, y escuché sus pasos dirigirse hacia una eternidad inacabada, hacia mí; ayer, mañana, siempre.

Cualquier día, quizá el menos esperado, las dudas se acaban si uno decide no ver la luz con los mismos ojos de siempre. Después de todo la desgracia persigue a quien solo se queja y nunca agradece.

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