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Desde barrio Verolís a las estrellas

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Llegué al barrio Verolís, en Filadelfia de Carrillo y lo primero que vi fue una casa cubierta completamente de polvo. Después, casi de la nada, se me apareció la cabeza de un buey con unos cuernos gigantes y aquel cuerpo descomunal -casi prehistórico- jalando al suave una carreta cargada hasta arriba con arena recién sacada del río.

Después un pato, con las plumas del lomo verdes; luego unos perros, unas gallinas ponedoras y al final, un “gallito chiricano”, con el cuello totalmente pelón y una cresta carmesí.

Sólo después de pasar aquel zoológico rural la vi a ella. Delgada como una espiga de canela, de pie frente a la casa. Adolescente, el pelo amarrado en una cola, la piel bruñida en cobre y unos ojos chinos y negros que le brillan al hablar.

Se llama Meylin Santana, tiene 16 años y quiere ser astronauta.

Desde la puerta de aquel hogar sencillo, polvoriento, forrado completamente en cedazo para contener la marea de mosquitos que le arrojan dia y noche las aguas del río Tempisque (ubicado a 100 metros de allí), la idea de Meylin de viajar al espacio suena lejana y hasta poco probable.

Sin embargo, Meylin se abrió paso hacia su sueño espacial con todos los números en su contra, sin hablar inglés, sin tener computadora propia y con apenas la ayuda de un celular Huawei que de tan gastado, ya nadie en la casa recuerda en qué año se compró.

Así fue que pasó -a puro mérito e ingenio- por un proceso de selección en el que participaron 800 aspirantes de todo el país. Atravesó formularios en línea, pruebas de aptitud académica, plataformas de comunicación desconocidas para ella y entrevistas internacionales.

Fue sorteando un obstáculo tras otro, hasta ganar una beca de la Fundación She is, que la llevará a visitar las instalaciones del NASA Space Center en Estados Unidos. El vuelo, su primero por los cielos, es el próximo 3 de diciembre.

¿Quién dijo que soñar no vale la pena? Meylin seguro que no.

Las gemelas de doña Emilce

Entender la historia de Meylin es imposible si uno no conoce a Emily -su gemela idéntica- y a doña Emilce Santana, su mamá. Esta tríada de mujeres trabajando unidas son, realmente, una fuerza de la naturaleza.

Yo trato de ponerle mucho empeño a lo que hago, me esfuerzo al cien por ciento y estudio para poder ser astronauta y es que, no solo quiero ser un astronauta, también quiero especializarme en ingeniería aeroespacial. Ese es mi sueño”, dice Meylin con una seguridad contagiosa.

Con esa confianza, mucho tesón y la ayuda de su melliza fue que logró hacer su primera reunión por videollamada.

“Yo nunca había hecho una reunión de esas y no sabía cómo era. Ya estaba casi llorando porque pensé que había perdido la cita, pero entre las dos nos ayudamos -dice mirando a su gemela-  fuimos buscando como hacer y resultó que no habíamos perdido el campo sino que estábamos en la sala de espera de Zoom [la plataforma de la videollamada], ahí volví a respirar”, cuenta ella mientras afuera de la casa siguen pasando bueyes cargados de arena.

La familia de Meylin tiene junto a su casa un pequeño negocio de venta de arena del río Tempisque. Foto: César Arroyo

En la historia de Meylin y en las posibilidades de que llegue a cumplir su sueño espacial, hay tres factores que la empujaron hacia adelante y que hacen toda la diferencia:

Su propia actitud de confianza y la entrega que pone en su propósito; el apoyo incondicional de su familia y la presencia de un colegio público, haciendo lo que la educación pública debería hacer siempre: apoyar a las personas para que accedan al conocimiento y a las oportunidades.

Meylin no tiene computadora propia en su casa y para lograr su viaje a la NASA  tenía que recibir cursos de apoyo en temas como tecnología, ciencias y robótica. Así que estaba en problemas.

Avanzó todo lo pudo con su viejo celular, pero algunas de las aplicaciones que debía usar solo pueden usarse en computadora. Ahí fue donde la educación pública hizo su parte: gracias a la conexión de internet y a una computadora que le prestó el Colegio Técnico Profesional de Carrillo logró completar los cursos que necesitaba.

Sin el acceso a esas simples herramientas, una computadora sencilla y una conexión a la red  -hoy moneda corriente en casi todos los hogares de la GAM- no hubiera podido completar el plan de apoyo.

Un estudio de la UCR del año pasado estimó que en las zonas urbanas hay 15 computadoras más por cada 100 habitantes que en las zonas rurales.

“Para uno de los cursos STEM [acrónimo de Ciencia, Tecnología, Ingeniería y Matemáticas] tenía que hacer una mano robótica con materiales comunes como cartón, nylon, hilos y silicón. Con mi hermana y mi mamá conseguimos todos los materiales pero necesitaba usar la aplicación Tinkercad que no viene para celular, solo para computadora, entonces si no hubiera tenido el apoyo de la compu de mi colegio no lo hubiera logrado”.

Meylin muestra en su teléfono fotos de los proyectos que ha desarrollado en las clases de ciencia y tecnología. Foto: César Arroyo

En el CTP de Carrillo Meylin y su gemela también reciben una “beca de comedor” que ayuda a su familia a complementar la alimentación diaria que reciben las niñas.

La verdad a mí el colegio me encanta. Es una institución que me ha dejado muchos aprendizajes. Mi mamá me ha inculcado valores y la humildad y el colegio público me ha dejado mucho conocimiento”, me explica Meylin con un entusiasmo contagioso.

La veterinaria del barrio

En Verolís la economía de la familia es frágil y las jornadas largas. Dependen del humor del río y de la arena para salir adelante. En casa de las mellizas, su madre -doña Emilce- se levanta a las cuatro de la mañana para recibir a los primeros bueyes que, antes del amanecer, inician las cargas sobre la orilla del Tempisque. Luego despierta a las niñas y comienza a preparar el desayuno.

Doña Emilce es una mujer sencilla y es la jefa y protectora de todo aquel zoológico rural que me recibió al llegar.

“A mi me hubiera gustado estudiar. No pude porque mis padres eran de bajos recursos y mi papá tomaba. Pero me hubiera gustado ser veterinaria”, me cuenta con un hilo de voz.

Por eso yo corro por ellas [las mellizas] para que no les falte nada y puedan estudiar, lo que ellas necesiten yo me esfuerzo para conseguirlo porque yo no pude hacer nada en la vida”.

Doña Emilce hace mucho en su vida. Sostiene la casa en la que vive hace 30 años, maneja -a punta de bestias y carretas- un pequeño negocio de venta de arena. Cura, cría y alimenta a una variopinta familia de animales silvestres y se asegura de que sus hijas estudien.

No es poco y como muchas mujeres de la zona, doña Emilce tuvo una vida dura.

«En realidad ellas eran trillizas, pero en esa época yo estaba muy mal alimentada. Me llevaron al hospital varios meses para ayudarme a levantar peso pero no lo logré y una de las trillizas me nació muerta. La doctora me preguntó si quería darlas a ellas dos en adopción, por mi mala situación económica pero le dije que no. Que aunque sea con agua y azúcar yo las sacaba adelante y acá están, ya casi terminando el colegio”.

Con el empeño de su madre y su propio talento y esfuerzo, las mellizas no solo lograron sobrevivir. Meylin viajará en estos días a conocer el Nasa Space Center y Emily apuesta por estudiar enfermería en la universidad cuando termine el colegio.

Las tres son mujeres, son de zona rural y son de escasos recursos. Sus vidas forman parte de esa estadística injusta que retrata el avance de la desigualdad y según la cual, miles de mujeres como ellas están condenadas a ser marginadas del progreso y el trabajo digno.

Según el Atlas de Desarrollo Humano Cantonal de Costa Rica, publicado este año, Guanacaste es hoy una de las provincias más desiguales del país. Cantones como Tilarán, Hojancha, Flores, Bagaces, Liberia y La Cruz tienen el mayor retroceso en su Índice de Desarrollo Humano.

Sin embargo ellas resisten, esquivan la estadística sin hacer mucha bulla. Trabajan, estudian, se ayudan unas a otras y sueñan. Sueñan con que un día, desde esa  casa a orillas del Tempisque, en el barrio Verolís en Carrillo de Guanacaste, podrán llegar hasta las estrellas.

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