Opinión

Guanacaste 2086: un cuento sobre Guanacaste en el futuro

La compuerta circular se deslizó hacia la derecha con un sonido mecánico. Era su turno. Sosteniéndolo del codo, Ánquilo le ayudó a su abuelo a entrar.

Había un cierto parecido entre ambos: la líneas de la cara, sus ojos oscuros como el vacío del espacio y el pelo indomable que, aquí en la estación, debían llevar siempre cubierto para evitar pelos sueltos atascados en componentes electrónicos. Aparte de lo físico, eran personas muy diferentes, aunque ambos tercos como mulas viejas. Compartían también su día de cumpleaños, el 11 de febrero, pero entre el día en que nació uno y el día en que nació el otro, había sesenta y cuatro años de diferencia.

Su papá y sus tíos estaban ahí para despedirlos, su hermana también. Todos saludaron con las manos y mandaron besos.

—¡Disfruten!

—¡Qué la pasen bien!

—¡No se olviden de las pastillas!

Se abrazaban entre ellos compartiendo sonrisas y un par de lágrimas.

—Los quiero, los amo. —respondió él abuelo, entre labios apretados.

—Nos vemos pronto —agregó Ánquilo.

Era un viaje corto, de tan solo una semana, pero era un viaje de despedida. El abuelo iba a cumplir cien años, la edad máxima permitida. Por eso le habían organizado entre todos este paseo para que viajara a Guanacaste. A ver su tierra de cerca por una última vez antes del final.

La compuerta se deslizó a la izquierda apagando el sonido de la estación. Al lado opuesto, otra se abrió. Con esfuerzo y con la ayuda de su nieto, el viejo tomó su lugar en el transporte. Tenía una ventana y quedó entregado a la contemplación del paisaje mientras su nieto le amarraba el cinturón.

Siempre había admirado el contraste entre la oscuridad cósmica y el planeta iluminado por el sol. Por décadas lo había considerado casi como una pintura o una fotografía. Una imagen de algo que había sido. Un retrato de otra vida, hermoso pero inaccesible. Ahora era diferente, ya no era un recuerdo sino un destino.

El transporte se desconectó de la gigantesca estación espacial y el viejo sintió el alivio de la microgravedad. La mitad de sus dolores desaparecieron solo para regresar, segundos después, cuando la nave comenzó a acelerar.

—Ni un momento nos dejan flotar —se queja.

—Un momentito sí tuvimos, por lo menos —le dice Ánquilo.

—No, no fue ni un minuto. Me habría gustado al menos un momento.

—¿Un minuto no es un momento? —preguntó Ánquilo con una sonrisa, el viejo gruñón le parecía adorable.

—No. Un momento son noventa segundos. Y no me hablés en ese tono como si fuera un bebé, me ahuevás.

Ánquilo se mordió el labio y no dijo nada. Era cierto, pensó, él le hablaba a su abuelo con una cadencia lenta y un tono condescendiente. Asumía que un señor de noventa y nueve necesitaba tales concesiones. Pero tal vez este no. Tal vez su abuelo seguía tan lúcido como la última vez que tuvieron una conversación real. Ni idea de cuando habría sido eso. Ánquilo llevaba media vida viviendo y trabajando en la Tierra y las conversaciones con su abuelo estaban desde hace tiempo limitadas a desearse feliz cumpleaños y feliz navidad. Sintió su corazón arrugarse, pensando en que el diálogo con sus padres, o peor aún, con sus futuros hijos, se degradara de la misma forma.

—¿Noventa segundos? ¿De dónde sacás eso?

—Es cierto. Es una unidad de medida. Una hora tiene cuarenta momentos.

—No te creo.

El viejo aflojó las cejas e hizo un sonido seco que se aproximaba a una risa.

—Asomate. Ve el cielo. Tenía tiempo de no verlo desde abajo.

La nave había entrado a la atmósfera terrestre y estaba comenzando a bajar entre nubes blancas y grises. Dos momentos y medio después, la nave ajustó su ángulo y desplegó las alas. Abajo estaba la Tierra. El mar azul y turquesa, manchado de islas montañosas en un verde intenso.

Eventualmente el tono particular de verde se hizo más familiar, la topografía reconocible. Estaban volando sobre Costa Rica. Sobrevolaron el viejo San José, recapturado por la selva. No más techitos rojos y calles grises, ahora era solo verde.

Los verdes comienzan a ser reemplazados por amarillos. Llanuras doradas marcadas de árboles floreados. Están volando bajo. Y entonces, su destino: El Castillo de Coral. Su diseño le hacía honor al nombre, era un edificio imponente que asemejaba un coral hecho de materiales de la era espacial. Con cien pisos en los brazos más altos y una huella del tamaño de una ciudad, era un impresionante ejemplo de cómo se vivía ahora en la superficie.

—El Castillo de Coral es una de las veinte arcologías que hay en el país— explicó Ánquilo a su abuelo—. Fue la primera que construyeron cuando designaron a Guanacaste una zona de recuperación natural.

El abuelo le lanza una mirada enigmática a su nieto.

—Cuando prohibieron las ciudades —explica Ánquilo.

—Cuando prohibieron nuestras ciudades —lo corrige el viejo.

Ahora sí ya vió Ánquilo por dónde iba la cosa. Se preparó para discutir con él. Se armó con sus mejores argumentos, cogió aire para una larga réplica… y luego solo suspiró y cruzó los brazos.

—Así vive la gente ahora. Yo sé que el cambio fue duro, he visto mucho al respecto, pero así se vive ahora. Es algo bueno.

—¿Bueno para quién?

—Para el millón y medio de personas que viven aquí de forma completamente sostenible.

—Ah, y decime quien es ese millón y medio. ¿Puro guanaco me imagino? ¿En cuál de esas torres hacen las corridas de toros, dónde venden chicharrones?

El jóven se pasó la mano por el pelo y quitó la mirada. Chicharrones. El viejo estaba siendo sarcástico.

—Ya no tratamos así a los animales.

Se quedaron en silencio hasta el aterrizaje.

                                                                                * * *

Desembarcaron y ambos fueron guiados hasta la recepción del hotel. Era un espacio de paredes pálidas y curvas, manchadas aquí y allá de gris y café. Imitaba los huesos gigantescos de leviatanes que nunca existieron. En el instante en que el viejo puso sus pies en la alfombra, su nieto lo invitó a quitarse los zapatos y se deleitó con la expresión de sorpresa del anciano cuando éste puso las suelas descalzas en esa gruesa alfombra verde y se dió cuenta que estaba viva.

—Es un tipo de musgo creado específicamente para pisos.

—¿Es sintético? —preguntó el viejo, todavía incrédulo.

—No, no. Es una planta real. Muy resistente a que le pasen por encima, pero necesita también condiciones de temperatura y humedad específicas. Condiciones que simplemente no son sostenibles arriba en las estaciones.

El viejo se agachó y lo tocó con la mano. Era suave y fresco a la vez, la tierra debajo se sentía esponjosa. Luego preguntó por las paredes.

—Parecen huesos.

—Lo son. Huesos sintéticos, obviamente. Pero tienen la misma composición y las mismas estructuras a nivel molecular que los huesos animales. Con algunas mejoras, por supuesto, para que duren siglos y no décadas.

El viejo acarició las paredes de hueso, estirando la boca y sacando la lengua. Una expresión que Ánquilo interpretó como asco.

—En mi tiempo usábamos concreto. Hacíamos los edificios para que duraran millones de años.

—Sí… eso era parte del problema.

Los dos se miraron sabiendo que estaban en rumbo a otra discusión, y sin intercambiar otra palabra decidieron cerrar el tema.

—Seguime y te enseño tu cuarto.

Con una mezcla de orgullo y cautela, Ánquilo intentó mostrarle a su abuelo cada una de las cosas que no se encontraban fácilmente en órbita. De camino a la habitación le hizo notar los detalles que evidenciaban el funcionamiento de la arcología y luego, en la habitación, le enseñó cómo funcionaba cada aparato, el propósito de cada característica arquitectónica y la razón detrás de cada decisión de diseño.

Pero el anciano se hizo de oídos sordos. No escuchaba o no quería escuchar. Caminó directamente al balcón. Se agarró de la baranda sintiendo el acabado de madera con las yemas de los dedos, madera de verdad. Puso la mirada en la cordillera, y apreció la naturaleza infinita que se extendía frente a él, los cerros cubiertos de árboles y más allá, al otro lado, el Pacífico. Bahía Culebra. El mar que lo vió aprender a jugar y a enamorarse. Cerró los ojos y sintió el sol de la tarde en la cara. Sintió el viento cálido de febrero y respiró aire fresco por primera vez en cuarenta años.

Ánquilo se acercó, guardando el silencio que se le debía a ese momento tan mágico.

—¿Qué es lo que más te hace falta?

—Tanto. —dijo, casi en secreto con su voz ronqueta—. Tantas cosas.

—Pero decime una, Tito. Alguna comida, algún lugar donde querrás ir. Lo que sea yo te lo consigo.

Al viejo se le escapó una lágrima que se escurrió entre una arruga y otra hasta caer al suelo.

—Me hace falta hacer mandados con mi papá. Verlo manejar camino a la finca, sacando un codo por la ventana. Me falta el atardecer en la playa con mi mamá y la arena caliente entre los dedos del pie. Sus sánguches de atún con mayonesa. Jugar en las olas con mis hermanos y mis primos, cuando empezaba a subir la marea en Playa Hermosa.

El viejo se dio media vuelta y abrazó a su nieto. Lo abrazó con fuerza y le dejó un par de manchas mojadas en la manga de la camisa.

—¿Me dijiste que aquí hay comida?

Ánquilo se tragó la tristeza ajena y forzó una sonrisa.

—Sí —dijo finalmente—. Hay restaurantes, hay cosas deliciosas. ¿Cuándo fue la última vez que comiste?

—Ni me acuerdo. No había ni cumplido setenta me imagino.

Una parte indispensable de la nueva reorganización social fue la vacuna contra el hambre. Fue gracias a una babosa de mar y una enorme cantidad de ingenio para adaptar sus genes a los humanos, que ahora la gente no necesitaba ingerir más que un pequeño suplemento semanal en forma de una minúscula pastilla. El resto de la energía era fotosintetizada a través de la piel y el pelo. Comer era un lujo que pocos se podían costear.

La última cena del abuelo fue un arroz con camarones. Cada elemento del plato cultivado en micro granjas dentro de la misma arcología. Pidió un par de paquetes de salsa de tomate, pero nadie le entendió. Esa era una de tantas cosas que se habían olvidado con el viejo mundo.

—¿Dónde vive esta gente? —pregunta el viejo, mientras pellizca los últimos granos de arroz sobre el plato.

—¿Cómo dónde? —responde Ánquilo—. Viven en la arcología cómo todo el mundo.

—Me corto los huevos si esa mesera tiene un cuarto como el que tengo yo.

—Vos estás en un hotel, Tito. La arcología es más que eso. Es esencialmente lo que eran antes las ciudades. Hay barrios residenciales, oficinas, industria.

—Para los gringos y los europeos, eso es claro. Eso lo puedo ver yo mismo. ¿Pero dónde están los ticos?¿Dónde están los guanacos? El cocinero que hizo el arroz, la mesera que me lo trajo. El hombre que nos llevó las maletas. ¿Adonde nos esconden?

—A nadie lo esconden. Todos son libres de ir dónde quieran.

—Pero viven en un barrio diferente.

—Les decimos secciones, no barrios.

—Y cómo se llama el de ellos.

Ánquilo suspira. El viejo no va a entender, va a pensar que viven segregados. Va a pensar que esto es una distopía donde la gente vive oprimida. No se da cuenta que el oprimido era él, que los que vivían en la miseria eran los de su generación con toda su basura y su cochinada.

—Se llama sección profunda, pero tiene todas las mismas…

—Bajo tierra —interrumpió el viejo, arrugando la nariz.

—No es lo que pensás.

—No es lo que vos pensás, sos un carajillo. Te tapás los ojos.

Entonces llegó el postre. Un tres leches para cada uno. Ambos sacaron una cuchara y ahogaron el pleito en leche condensada.

                                                                            * * *

El sol ya estaba bravo cuando el transporte se acercó al Bastión Costero Ramphastos. Desde el aire, el viejo aseguró reconocer la playa.

—Esa se llamaba Playa Buena, o Playa Bonita. Y esa que está a la par se llamaba Calzón de Pobre. Más allá seguro se puede ver Playa Potrero y La Penca.

Ánquilo le puso una mano en la espalda.

—No Tito, la costa es diferente ahora. Todas las playas que ves se formaron después de la tempestad de los cuarentas y cincuentas.

—Esa de allá le decíamos Playa Chanchitos. —dice riéndose solo. Recordando alguna aventura que no comparte en voz alta.

El transporte aterriza y la gente se baja. Unos son altos, otros bajos, unos gordos, unos rubios, unos calvos. Ninguno, al menos en apariencia, es latino. Ánquilo se espera hasta el final para poder ayudarle a su abuelo. Cuando al fin logran bajarse del vehículo, la piloto también está afuera, fumándose un cigarrillo. Es una mujer morena de estatura baja y el pelo negro amarrado en dos trenzas que le llegan a la cintura.

—Vos sí sos de aquí —le dice el viejo.

La mujer sonríe.

—Sí sí. Nací aquí, pero hice la escuela y el colegio en la Montaña de Magma.

—Esa es la arcología que está cerca del Volcán Arenal —interviene Ánquilo.

—Luego regresé acá, al Castillo de Coral.

El viejo gruñe.

—¿Alguna vez vas a la playa? —le pregunta.

—¿Usted qué cree? —le responde ella.

—Creo que primero te mandan a limpiar baños al espacio, antes de dejarte usar tus propias playas.

Ella aparta el cigarro de su boca y lo mira ofendida. Antes de que pueda decir algo, Ánquilo agarra a su abuelo del brazo y se lo lleva hacia la terraza donde están los demás.

La terraza cubría un área circular. Un simple piso de arcilla marcado por una baranda de madera elaborada de palos y troncos secos. La guía del grupo comenzó su charla, habló de los tiempos de tempestad y de la formación de las nuevas costas, de cómo los animales, igual que las personas, se vieron forzados a adaptarse a nuevos hábitats. Historia reciente, historia básica. Aburridísima. Además, la charla era en inglés y el viejo ya no tenía la energía para seguirle el hilo.

Su mirada se fue al mar que estaba unas doscientas varas más allá, pasando por algunos arbustos que crecían entre raíces y ramas de guásimos. Siempre le encantaron esos palos oscuros y embrujados. Buenísimos para encaramarse y luego dejarse caer sobre la arena. De ahí su mirada se fue al horizonte y se quedó perdida. Solo veía el mar y lo demás desapareció. Escuchaba las olas y el resto del mundo quedó mudo.

Volvió a la tierra solo cuando su nieto le sacudió un hombro.

—¡Tito! ¿Estás bien?

El viejo lo miró y le tomó algunos segundos reubicarse. Cuando recordó dónde estaba y qué año era, se volvió a poner la jacha de viejo necio.

—Ánimo, Tito. Te tengo una sorpresa.

La guía había terminado su charla, y el resto de la gente apreciaba la naturaleza desde adentro de los confines de la terraza. Ánquilo sacó un recipiente metálico y del recipiente sacó un sánguche de atún.

—Ve lo que te tengo.

El sánguche estaba hecho de un pan grueso y crujiente, cubierto con semillas de ajonjolí. Adentro, un filete de atún crudo de un rojo intenso y cruzado de líneas en una cuadrícula, evidencia de que aunque era carne real de atún, no había salido de un pez, si no de una sintetizadora de alimentos. Sobre el atún brillaba la salsa de soya y una fina capa de mayonesa de wasabi.

El viejo miró el sánguche sin cambiar la cara. Apreció el esfuerzo, pero no era suficiente. Más que algo positivo, el gesto le despertó un sentimiento de lástima por su nieto. Y pensó que el pobre güila no había entendido. Que no sabía quién era, no sabía de dónde venía.

—¿Sabés qué pasa cuando te morís allá arriba?

No era la reacción que Ánquilo esperaba. Bajó la mano que sostenía el sánguche y lentamente lo volvió a poner en el recipiente. Su abuelo no lo detuvo.

—Nadie sabe lo que pasa.

—Lo que pasa con tu cuerpo, quiero decir —continuó el viejo.

—Ah, pues, un entierro orbital, ¿no?.

—Te lanzan al espacio en una bolsa de plástico.

Ánquilo suspira.

—Diay es el espacio tito, ¿qué esperabas?

—¿Y qué pasa entonces con los átomos que lo hacían a uno? Se queman en la atmósfera con suerte. O se van para siempre, hacia el vacío, para nunca más volver. Ni en un millón de años.

Ánquilo observa a su abuelo y le pone una mano en el hombro. El viejo mira hacia el piso escondiendo la cara. Luego pone una mano sobre la mano de su nieto y con la otra se limpia los mocos.

—Voy a echarme una meada.

—Vamos —dice el muchacho tomándolo del brazo, pero el viejo le arrebata el brazo.

—Dejame un poquito de dignidad, vuelvo en un momento.

—¿Solo uno? —dice Ánquilo con una sonrisa—. A tu paso van a ser mínimo tres o cuatro.

El viejo le devuelve la sonrisa. Ánquilo nota, por primera vez, que todavía tiene todos sus dientes. Luego acata que hasta este momento no lo había visto sonreír así, una sonrisa genuina. El viejo se aleja lento y renqueando por el camino que lleva al transporte, dónde está el único baño disponible.

Los momentos pasan y la guía comienza a organizar a la gente para hacer una meditación grupal. Ánquilo se va para el transporte en busca de su abuelo, pero encuentra solo a la piloto.

—Aquí no ha vuelto —dice entre su nube humo.

Ánquilo regresa a la terraza y un sentimiento incómodo comienza a abultarse en el centro de su pecho. La gente está amontonada. Un hombre apunta hacia la playa, los demás tratan de ver lo que él ve. La incomodidad le sube por el cuello. Ánquilo se acerca y escucha al hombre revelar su ignorancia.

—Es una medusa, creo.

Un agua mala, como les decía el abuelo. Pero no, no es eso. Están largo pero reconoce las chanclas. Reconoce las huellas que se encaminan al mar. A las olas y el horizonte y nada más.


Daniel Chaves Gómez es un escritor y guionista guanacasteco radicado en los alpes italianos. Su más reciente proyecto es El Onígrafo, una colección de historias cortas publicada mes a mes, a través de un boletín gratuito que se puede encontrar en www.onigrafo.com

 

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