COVID-19, Derechos Humanos, Especiales

Pandemia transfronteriza: cuando trabajar y vivir se vuelve ilegal

Antes de la pandemia, cada día llegaban “chapulines” hasta el frente a la casa de Antonio Rivera para recoger a migrantes nicaragüenses que trabajaban en los cultivos agrícolas del cantón de Los Chiles. (Foto: Sebastián Avendaño) Foto: Sebastián Avendaño
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Suponga que un día llega la policía frente a su casa e instala una barrera de un metro y medio de alto para impedirle cruzar la calle. Del otro lado viene la luz, y se la cortan. Suponga que un grupo de policías vigilan día y noche la barrera, para que nadie se cruce. Que es ilegal ir «al otro lado», donde están las pulperías, las escuelas a las que van sus hijos, la clínica que le atiende y el trabajo con el que, desde hace años, se gana la vida. 

¿Usted qué haría para trabajar, vivir, comer? 

La pregunta no es retórica. El 29 de mayo, un grupo de policías costarricenses instaló una baranda metálica que impide el paso entre Costa Rica y Nicaragua en el punto conocido como El Cruce de la Trocha. Al otro lado de la barrera quedaron cercadas al menos 100 familias nicaragüenses que, hasta ahora, tenían más relación con el cantón de Los Chiles, en la provincia de Alajuela, que con el departamento de Río San Juan en Nicaragua.

Sus historias forman parte de La Frontera Dibujada, una investigación binacional realizada por La Voz de Guanacaste e Interferencia en Costa Rica; y Confidencial en Nicaragua. En esta segunda entrega recorremos la milla fronteriza en el cantón de Los Chiles, donde el COVID-19 redefinió la legalidad y cotidianidad para las familias que crearon una vida alrededor de las actividades agrícolas de la frontera. 

EL TRIUNFO

Yessenia Barraza nos espera frente a su parcela. Se despide de sus hijas y sobrinas que, desde la sala de la casa, esperan a que lleguen clientes a «Los Barraza», una pequeña pulpería en la que venden arroz, frijoles, pan, confites y gaseosas, y que se resguarda del coronavirus con un plástico transparente sobre el mostrador. 

Para ir a la casa de Yessenia desde el centro de Los Chiles hay que desviarse ocho kilómetros por un camino de lastre rodeado de cultivos agrícolas. Está situada en Medio Queso, una comunidad conformada «mitad y mitad» por ticos y nicas, como dice ella. La pura frontera está a unos 20 kilómetros al norte y Yessenia nos acompañará en ese trayecto. 

El asentamiento específico en el que vive se llama El Triunfo, y su nombre no es casual: en el 2011, ella y un grupo de 300 familias entraron a una propiedad de 400 hectáreas que, suponían, estaba abandonada por una empresa naranjera, pero un empresario de la zona reclamó la propiedad y los desalojó violentamente siete veces durante dos años. 

Yessenia Barraza, líder comunitaria, administra su pulpería dentro del asentamiento campesino El Triunfo en Medio Queso. (Foto: Sebastián Avendaño)Foto: Sebastián Avendaño

Yessenia recuerda que siguieron peleando por esas tierras hasta que el Instituto de Desarrollo Agrario (ahora INDER) las compró en el 2014 y 100 de las familias lograron obtener un título de uso de propiedad.

Yessenia nos va contando mientras avanzamos por el barrial que es el camino hacia la calle conocida como La Trocha. Conforme se acerca la frontera, más cultivos de piña y naranja se apoderan de la tierra. Dice que cuando llegó desde Nicaragua, en el 2001, no había tantas plantaciones como ahora. Ni una sola fruta sembrada. La producción del cantón se sostenía con yuca y otros tubérculos que cultivaban pequeños productores. 

El cultivo de piña y naranja se robó el paisaje «por ahí del año 2015», recuerda Yessenia. Ahora, la expansión de los monocultivos alcanza la «pura raya con Nicaragua». El aumento en la producción atrajo mano de obra nicaragüense y estrechó los lazos entre las comunidades de un lado y otro de la frontera. 

Ya no es solo un tema laboral, dice ella. Antes del COVID-19, la gente iba y venía sin mayor problema. Incluso el gobierno lo permitía. La división entre países era tan solo una trocha que la gente se acostumbró a cruzar. 

Estamos hablando de La Trocha, sí, la polémica ruta 1856 que impulsó el gobierno de Laura Chinchilla a finales de 2010 para delimitar la frontera y crear un acceso terrestre en la zona tras la invasión de Nicaragua en Isla Calero. Dos años más tarde, la misma expresidenta pidió investigar las supuestas irregularidades cometidas en la construcción de los 160 kilómetros de carretera fronteriza. Así fue cómo una carretera que en el 2012 costó ¢20.000 millones (unos $34 millones) quedó en el abandono.

 La calle es ahora un lodazal imposible, pero las comunidades se acostumbraron y siguieron conviviendo con un proyecto olvidado más. 

Lo que ahora altera todo es el cierre de las fronteras: la vida en la comunidad, el trabajo, la llegada de alimentos. Yessenia opina que el gobierno no debió nada más cerrar las fronteras, porque del otro lado de la trocha muchas familias dependían de esa conexión para mantenerse. 

«Son gente que toda la vida, desde que empezaron esas empresas, han trabajado ahí. Sus familias dependen de un salario que ellos ganan y al pasar todo esto, esa gente se quedó sin comer o sus familias ahí no saben ni qué hacer», se lamenta. Mientras un salario mínimo en el sector agro en Nicaragua es de 124 dólares, en Costa Rica asciende a los 438.

«La gente dice que nosotros los nicaragüenses somos tontos o que nos conformamos con lo que sea, pero no es así. El asunto es que la necesidad que tiene la gente lo hace hacerlo y entonces los empresarios se aprovechan de eso», añade. 

EL PORTÓN ABIERTO

El ruido de los tractores ya no despierta a Antonio Mónico Rivera cada madrugada a las 2 a. m. Hasta hace unas semanas, las empresas agrícolas mandaban hasta seis «chapulines» a traer trabajadores indocumentados del lado nica, cuenta él. 

Vive aquí desde hace cuatro años, en un punto de la trocha llamado Aguas Claras. Se gana la vida jornaleando, siembra huertas, cosecha maíz, frijoles y chapea propiedades. Lo encontramos cuando estaba por alimentar a sus gallinas. 

«Pasaba bastante gente», recuerda mientras se apoya en una viga de madera. «Iban llenos. Las empresas mandaban a traer a toda la gente para recoger el producto, la piña, la naranja también», agrega.  

Antonio tiene una barba canosa y una camisa de vestir desabotonada que enseña sus pectorales caídos, la piel quemada. Yessenia nos trae hasta la casa de él, que está en una parcela rodeada de plantaciones encharraladas. Es la única vivienda en kilómetros a la redonda. 

«Al otro lado es Nicaragua», dice Antonio. De hecho, a unos cuantos pasos de acá hay un portón herrumbrado, rodeado de maleza, que siempre está abierto. Hasta hace poco era el punto que le permitía a los nicaragüenses pasar de un lado al otro de la frontera de manera irregular, sin utilizar ningún puesto oficial. 

En el camino todavía se pueden ver las huellas de llantas de los tractores. Hasta donde nos da la vista, el trillo se pierde entre árboles y el monte que crece en territorio nicaragüense.

Yessenia lleva años recorriendo las calles de Los Chiles, luchando por la tierra en Medio Queso, pero además apoyando la defensa de los trabajadores agrícolas, principalmente los indocumentados. Por eso, quiere que vayamos hasta el portón por donde, en tiempos pre-covid, ingresaban los migrantes cada día. Ella cree que en este portón inician muchas de las violaciones de sus derechos. 

Previo a la pandemia, los trabajadores indocumentados ingresaban al país no solo por este «punto ciego», como le llaman los policías, sino por muchos otros que se encuentran dispersos sobre la trocha fronteriza. 

El control hasta hace unos meses no era muy estricto. Al teléfono, el teniente del comando policial de Los Chiles, Jorge Castillo, confirmará más adelante que sí han ubicado «este tipo de vehículos». Se refiere a los tractores o «chapulines», como les llama don Antonio. 

Los vecinos consultados y el teniente coinciden en que algunos empresarios agrícolas tienen un método para detectar si hay operativos policiales: «Ponen una moto o una persona a pie, en un cruce, y cuando ven pasar vehículos policiales ellos alertan», explicará Castillo.

De todas maneras, afirma, siempre que la policía encontraba a algún trabajador sin documentos, lo sacaba del país. Aunque esto nunca fue tan frecuente como ahora. Con el cierre de fronteras, el país ha expulsado 6.760 migrantes sin permisos solo por el puesto de Tablillas, que queda en Los Chiles. Es parte del programa «Fronteras seguras» del Ministerio de Seguridad Pública. 

Las autoridades firmaron el 26 de junio un decreto ejecutivo para fortalecer aún más  la vigilancia en la Zona Norte. El documento manda a la Dirección General de Migración y Extranjería a adoptar las acciones necesarias para reforzar el control migratorio de ingreso al territorio nacional, entre ellas abrir los puestos de control policial en la frontera que sean necesarios.

Pero el portón sigue abierto frente a la casa de Antonio, y aunque ya no llegan «chapulines» a recoger trabajadores, los nicaragüenses siguen cruzando «para traerse alguna piña para algún fresco. Eso es todo», dice él. 

LA BARANDA

A diez minutos de la casa de Antonio, siempre sobre la trocha, encontramos una estructura metálica que bloquea el paso hacia la comunidad nicaragüense conocida como el Cruce de la Trocha. Yessenia nos trae hasta acá para que veamos cómo le ha cambiado la vida al pueblo debido al covid… y a algo mucho más fuerte: la presencia policial. 

La barrera que tapa el paso es una especie de baranda que los policías colocaron acá el 29 de mayo y que impide a vehículos y gente cruzar de una comunidad a otra. Los vecinos, acostumbrados a ir y venir entre Costa Rica y Nicaragua diariamente, sienten que esto es como un encierro.

«Aquí nosotros siempre vivimos como en esta islita, arrecostados al país de aquí, y ahí estábamos favorecidos», dice una vecina de la comunidad que prefirió no identificarse.

Pero no es solo el sentimiento de estar atrapados lo que los agobia, sino que la barrera tiene efectos directos en sus vidas: del otro lado, por ejemplo, les venía la electricidad, y se las quitaron. Al otro lado estaba también el trabajo, y ya no pueden ir. Para ellos, el covid no trajo una «nueva normalidad», sino una nueva ilegalidad. 

El caserío de El Cruce de la Trocha es una comunidad nicaragüense que depende de los cultivos ticos de piña y naranja. Con el cierre de las fronteras, el pueblo quedó aislado.Foto: Sebastián Avendaño

Las diez familias que viven justo en el límite con Costa Rica se conectaban a la electricidad de este país y por eso los comercios se situaban allí. El resto de las casas dependían de esa luz. Ahora, a oscuras, estos locales y familias perdieron los productos que se mantenían refrigerados –carnes, leches, embutidos– que no pudieron gastar o vender antes de que del otro lado «bajaran la cuchilla». Ya nadie vende hielo o bebidas refrigeradas. 

Desde San José, la Gerencia de Electricidad del ICE alega que no puede vender energía en Nicaragua, pero asegura que nunca suspendió ningún servicio eléctrico en la zona. Más bien, aseguró, están realizando un estudio en la región fronteriza norte para identificar «mecanismos y responsables de la posible reventa ilegal de electricidad».

Yessenia lamenta que la baranda dañara las relaciones entre comunidades fronterizas. «Todo el mundo se lleva bien acá. No ha habido una relación mal hasta ahora con esto», se queja.

Ya tampoco llegan los camiones de productos que viajaban desde Los Chiles para abastecer a los pequeños comercios del lado nica. 

«Ni el verdulero que venía, el del gas, el del pollo. No volvieron y no se puede pasar tampoco, uno le pide permiso para ir ahí y dicen que no, porque está prohibido, pero no dejan ni ir a la pulpería», cuenta la vecina desde el otro lado de la barrera. 

Por la escasez de alimentos, algunos vecinos tienen que caminar hasta el Río San Juan para probar suerte pescando. «Está durísima la cosa, está totalmente dura. Hay unas familias que están pasando peor que uno», se queja la mujer nicaragüense. «Nosotros hicimos un fogón con leña», agrega.

Para llegar al río San Juan hay que caminar media hora. Y si quieren llegar al pueblo más cercano para comprar en Nicaragua, tendrían que viajar dos horas más en lancha. 

El 29 de mayo un grupo de policías costarricenses instaló una baranda que impide el paso hacia Nicaragua en el punto conocido como El Cruce de la Trocha. Al otro lado de la barrera, al menos 100 familias nicaragüenses sobreviven la pandemia sin atención médica, luz ni opciones laborales. (Foto: Sebastián Avendaño)Foto: Sebastián Avendaño

Esto nos lo explica desde el otro lado de la barrera Luis Muñoz, un nicaragüense que vive aquí desde hace 16 años.

El problema para ellos no es tanto la distancia como el precio de los tiquetes. Para navegar las aguas del San Juan, cada viaje cuesta al menos 150 córdobas (cerca de ₡2.500, es decir unos 4.35 dólares). Sin empleo, cualquier precio es impagable. 

«A nosotros nos preocupa porque cada día nuestra economía se deteriora y el pesito que teníamos ahorrado ya lo estamos terminando», dice otro vecino, René Castro, peón en plantaciones agrícolas de la línea fronteriza. Desde hace ya más de un mes no puede cruzar para ir al trabajo.

Castro dice que su jefe ahora solo busca personas con documentos porque les «zocaron la faja». El efecto de esa medida es que cientos de nicaragüenses no pueden ingresar a trabajar como lo hacían antes «por la persecución de migración», dice Castro. «Hay cientos de trabajadores en sus casas haciendo nada».

Probablemente no son cientos sino miles. Los empresarios agrícolas alegan que en este momento necesitan unos 74.000 peones agrícolas en fincas nacionales, según dio a conocer el Ministerio de Agricultura y Ganadería (MAG) hace casi un mes. Una mano de obra que no se puede suplir en Costa Rica. 

El viceministro de Trabajo, Ricardo Marín, nos contará más adelante que el MAG, en conjunto con Migración, trabajan en un decreto para permitir el ingreso de estos trabajadores transfronterizos. El decreto plantea que si el empleado certifica que tiene un contrato en Costa Rica, podría tener «un salvoconducto» para ingresar al país. 

Es un acuerdo semejante al que ya existe con Panamá para el ingreso de población indígena que trabaja en plantaciones de banano en la Zona Sur y Caribe. Los trabajadores deben presentar un dictamen médico y se les realizan mediciones de temperatura para verificar que no presente síntomas del COVID-19.

«Pero con Nicaragua sinceramente les miento si ya hay un acuerdo. Ha sido bien difícil porque no existe esa coordinación», explicará Marín.

A Luis lo que le genera todo esto es frustración. «Nunca hemos hecho un daño más que ayudar a sembrar esas piñas, a recoger café o naranjas», dice. «Ese es el daño que hemos hecho a Costa Rica, ayudar a levantar la producción y a cambio del favor, te devuelve esto. Es muy duro».

EL BOCHINCHE

Los nombres de los pueblos sobre la trocha son pintorescos, por decir lo menos. El próximo punto de la gira es El Bochinche, un caserío costarricense que se asienta a la orilla del camino y que se llama así, según Yessenia, porque la gente tiene «fama de peleona». 

Yessenia nos trae hasta acá porque la mayoría de habitantes dependen de la actividad agrícola para trabajar, y muchos tienen que viajar a otras comunidades. Dice que con la pandemia hay muchas cosas que «no entiende» o que no le parecen justas, como que los vecinos de El Bochinche ya no puedan transitar con sus vehículos con la libertad de antes.

Aquí vive Carlos desde hace diez años, un nicaragüense con cédula de residencia tica, que trabaja en una piñera de Medio Queso. Como casi todos los habitantes de El Bochinche, se tiene que desplazar hasta pueblos vecinos para llegar al trabajo, pero ahora debe irse «por monte», como le llama él a los caminos entre plantaciones de naranja. Con el incremento de la presencia policial, también crece el temor de los habitantes de ser detenidos. Carlos, por ejemplo, no tiene los papeles de su auto al día. 

La Trocha fronteriza corta los últimos kilómetros del país sembrados con naranja. La frontera está detrás de las casas en esta comunidad. (Foto: Sebastián Avendaño)Foto: Sebastián Avendaño

Esa es la norma en la frontera. Acá los vehículos se usan para recorrer calles de un lastre tierroso en verano y resbaloso en época de lluvia, entonces muy pocos se preocupan por tener inspecciones mecánicas obligatorias, permisos de circulación o documentos de inscripción. Carlos dice que antes del COVID-19 incluso podían «pasar sin ningún temor» por los puestos policiales. Antes «no decían nada».

Las plantaciones de naranja a un lado de la trocha dibujan líneas paralelas con callejones. Por ahí se escurren de las autoridades los ticos y los nicas para ir y venir. En medio de los naranjales que llevan de El Bochinche hacia Medio Queso, en una de esas tantas entradas, encontramos a Jaime. 

A la moto en que viaja se le trabó el freno, así que se detuvo al lado de la calle para intentar arreglarla. Teníamos dos días de buscarlo, pero nunca estaba en casa. Como Yessenia lo reconoce, nos bajamos a saludar. 

Anda apresurado porque sabe que en las últimas semanas aumentaron los operativos policiales en la zona. «Ahora hay que andar como los gatos uno, metiéndose por todo lado y preguntando que si están las patrullas», cuenta Jaime. «Hay veces que le hacen el favor a uno y se hacen los chanchos», agrega. 

Es costarricense, pero como Carlos, le teme a la posibilidad de perder la moto si lo detiene la policía, porque no tiene los papeles al día: el salario no alcanza.

Jaime es jefe de cuadrilla de peones en una plantación de naranjas. Lo que más le preocupa es el faltante de trabajadores nicaragüenses porque sin ellos, la empresa no funciona. Y si la empresa no funciona, él se queda sin el trabajo con el que mantiene a su esposa y a su hija. 

«Era una cuadrilla excelentísima», dice. Pero 60 de los trabajadores de la plantación se tuvieron que ir porque no tenían sus papeles migratorios en regla. 

Las intervenciones de las autoridades (Seguridad Pública, Ministerio de Salud y Ministerio de Trabajo) en la zona Norte resultaron en la clausura de 23 compañías por irrespetar lineamientos sanitarios. Otras 57 recibieron una orden sanitaria y 28 tenían irregularidades laborales. Solo en una empresa, 21 trabajadores ya tenían el virus. 

En la finca donde trabaja Jaime aún faltan algunos meses para la próxima cosecha de naranja, y eso es algo que agradece, porque espera que para esa fecha los trabajadores migrantes puedan llegar a las plantaciones.

Por ahora deberá seguir esperando esa apertura, pues las autoridades de Salud solamente anunciaron que los aeropuertos internacionales podrán recibir turistas desde inicios del mes de agosto.

«Aquí sinceramente si no fuera por los nicaragüenses, Costa Rica se iría abajo, porque ningún tico iría a trabajar al trabajo que elaboran los nicaragüenses», agrega.

La moto de Jaime arranca y continúa su camino con el temor de perderla si lo detienen, por eso dice que ya no la usa tanto. «Hoy era que andaba haciendo un mandado cerca».

LA PANDEMIA

El segundo día de nuestro viaje por Los Chiles, Yessenia nos lleva donde su cuñada Sandra, en la comunidad de Santa Fe, otro de los poblados que viven de los cultivos agrícolas. Habíamos quedado con ella para que nos acompañara a recorrer la comunidad, pero tiene una noticia que darnos: hoy le avisaron que su hijo dio positivo en la prueba de COVID-19. 

El muchacho de 18 años es uno de los primeros casos en la zona. Hace solo un mes y medio que comenzó a trabajar en la plantación de piña de la localidad. Allí fue a buscar trabajo y lo contrataron por la baja cantidad de mano de obra, por el cierre de fronteras.

Un trabajador de la misma piñera estaba contagiado y allí recibió el virus el muchacho. «Mi hijo no me dijo nada, solo las habladas que se oían en la piña, que salió uno con el COVID», cuenta la mujer con un cansancio que se le nota. 

«Él fue ahí (al hospital) por una picadura que le pasó ahí en las piñeras, y que le infeccionó la mano. Fue a eso y entonces ahí le hicieron la prueba y salió, pero él no tenía síntomas», dice.

Sandra está preocupada por la discriminación que podría llegar a sufrir su familia y nos pide que no le tomemos fotos en las que se vea su cara. Yessenia conversa con las demás mujeres mientras entrevistamos a su cuñada. Insisten en que, lamentablemente, las medidas de protección llegaron a los sembradíos hasta que se hizo mucha bulla con el tema. «Si, no no hubiera contagios», dice Yessenia.

Sandra prefiere no mostrar su rostro porque le teme a la discriminación. Su hijo dio positivo a la prueba COVID-19 que le hicieron en el Hospital de Los Chiles el 15 de junio. El muchacho de 18 años tenía mes y medio de trabajar en una piñera en Santa Fe de Los Chiles. (Foto: Sebastián Avendaño)Foto: Sebastián Avendaño

Otra cosa que le preocupa a Sandra es el aislamiento, porque en su casa de tres cuartos viven seis personas, incluida una de sus nueras. «No tenemos espacio solo para él. No lo tengo. No sabemos cómo vamos a tomar eso ahora que venga el Ministerio».

De las seis personas que viven allí, solo dos trabajaban ,y entonces la preocupación se hace cada vez más grande. Por ahora, se quedarán sin uno de los ingresos. Antes apenas les alcanzaba para el día a día y «no se sabe si le van a dar algo», agrega la mujer, refiriéndose al pago de la empresa para la que trabajaba su hijo. 

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A Yessenia la dejamos en su parcela luego del recorrido. Antes de irnos, compramos unos frescos en la pulpería, como para no despedirnos de El Triunfo con las manos vacías. 

Para el 16 de junio, los casos positivos en el cantón de Los Chiles ascendían a 14. El hijo de Sandra es uno de ellos. Pero unos días más tarde, la cifra comenzará a crecer hasta alcanzar los 65 casos activos al 6 de julio.

A uno de esos casos lo conocemos bien. Diez días después de la gira por la frontera, Yessenia le enviará un mensaje al periodista que la acompañó en el recorrido. 

«Quiero contarle que desgraciadamente salí positiva de COVID y todos acá en la casa. Toda la familia. Hasta mis hermanas y los chiquillos. Vieras qué duro». En la familia de Yessenia se enfermaron 14 personas. El primero de ellos, su marido, que también trabaja en los cultivos. 

 

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La frontera dibujada es una investigación binacional realizada en conjunto por Interferencia de Radioemisoras UCR y La Voz de Guanacaste en Costa Rica; y Confidencial de Nicaragua. Espere una versión en podcast esta semana con la historia completa de Yessenia, y no olvide mirar nuestro reportaje audiovisual aquí. 

Esta historia fue reporteada por David Chavarría, escrita por David Chavarría y María Fernanda Cruz, y editada por Hulda Miranda, Gabriela Brenes, Cindy Regidor y Arlen Cerda. Las fotografías, el video y la edición del video son de Sebastián Avendaño. El guion del video es de Cindy Regidor. Nuestro asistente durante la gira fue Fernando Mora. 

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