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Editorial: Se nos cae el techo encima de las aulas

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En algunas aulas de la escuela de San Martín de Nicoya, las maestras no ponen a funcionar los abanicos porque les da miedo que les caiga el techo encima a ellas y a los alumnos. En un cantón en el que hemos sufrido días de hasta 37° grados centígrados que apenas se toleran con abanicos. Imagínese estudiar en un aula cerrada, moviendo los pupitres para huir  del sol conforme pasa el día.

Y esta es apenas una de las 600 escuelas del país y las 102 de Guanacaste que sufren el descuido sistemático en el que se encuentra estancada la dirección de infraestructura del Ministerio de Educación Pública (MEP) desde hace años.

En las noticias nacionales, este ente ya se convirtió en un personaje por la situación absurda que apenas ahora viene a transparentar el MEP: aunque cada año “ejecutaba” todo el presupuesto asignado, a veces no le daba permisos a las juntas administrativas de educación para construir o reparar los daños en las escuelas y colegios. Otras veces nada más no les daba seguimiento a los problemas y se despreocupaba con solo entregar el dinero.  

El reportaje de portada de nuestra edición impresa de abril muestra la versión más local de las consecuencias de ese descuido. Grietas en las paredes, hacinamiento, pasillos que debieron demolerse hace más de un lustro. Advertencias hechas por el Ministerio de Salud desde hace casi diez años en algunos casos y que han caído en un saco roto.

La vulnerabilidad a la que se enfrentan los jóvenes al salir de colegios y escuelas rurales frente a aquellos que estudian en la capital se multiplica cuando además las condiciones en las que estudian son de este calibre.

Muchos no tienen ni siquiera la posibilidad de movilizarse a otra escuela porque, como nos dijo la maestra unidocente de Playitas, en Bagaces, ¿con qué dinero se van a trasladar seis kilómetros hasta la otra escuela más cercana? Pero mientras tanto, las profesoras vigilan que los niños no se caigan en las grietas del terreno.

El problema no es que el dinero no alcance, sino que está pésimamente administrado, como lo mostró un informe de auditoría en mayo del 2018 sobre el departamento.

Ahora que lo sabemos, el grito silencioso de los edificios debería ser un punto de inflexión para que el Ministerio y los centros educativos tomen decisiones conjuntas. Si las escuelas siguen envejeciendo sin la atención adecuada, si se le sigue otorgando dinero a los centros sin ninguna supervisión y no se les ayuda a lograr sus metas, los niños de nuestra provincia seguirán sufriendo las consecuencias más duras.

¿Cómo podemos pretender que la población más joven llegue a las universidades y se convierta en los científicos y tecnólogas que el país necesita si los arrinconamos a estudiar en un aula caliente y sin abanicos?

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