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El “cementerio de negros”, un capítulo oscuro de las minas de Abangares

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«¿Por qué anda con esa arma?», le preguntó el capataz jamaiquino Joseph Henry al minero Juan Rafael Sibaja, cuando lo vio salir de un túnel a recoger pólvora en la mina Tres Hermanos. Juan Rafael le respondió que andaba el arma por precaución. Ese día, solo él y su hermano estaban trabajando y temían andar indefensos ante algún conflicto que surgiera por robo o por borracheras. 

«Usted no entra», le advirtió el enorme capataz. Él y otros jamaiquinos eran contratados como capataces por los empresarios estadounidenses. Una de sus principales tareas era requisar a los mineros que entraban y salían de los túneles para evitar robos de oro.

Juan Rafael no obedeció y Joseph Henry cumplió su palabra. Intentó detenerlo para quitarle el arma y en el forcejeo se les escapó un disparo que impactó al minero. El capataz corrió a esconderse, pero el daño ya estaba hecho: un grupo de coligalleros empezaron a amontonarse hambrientos de venganza contra Joseph y los demás capataces.

Ese miércoles 20 de diciembre de 1911 es recordado en Abangares como uno de los capítulos más importantes de la historia del cantón. El disparo contra Juan Rafael fue el punto de partida de una sangrienta jornada que dejó un “cementerio de negros”. 

Esos muertos se sumaron a decenas más que morían por pleitos en borracheras, por accidentes en las minas o por las enfermedades respiratorias originadas por sus trabajos. “En aquella época en Las Juntas lo que más había eran cementerios”, menciona el escritor abangareño Santiago Porras.

En su libro Avancari narra este enfrentamiento entre capataces jamaiquinos y los mineros con base en documentos judiciales resguardados en el Archivo Nacional. Pero antes de que ese disparo empezara a pintar un cuadro de espanto, hay que entender mejor cómo era la vida en la sierra minera.

El viejo oeste

Las Juntas era un pueblo pequeño situado a orillas del río Abangares, donde normalmente había poco movimiento. Sin embargo, durante los días de pago, cientos de mineros que habían estado enterrados en los túneles en la zona montañosa llegaban al pueblo con sed de embriagarse, jugar o pasar un rato en las cantinas, salones de baile y burdeles de la calle principal. 

El pueblo se transformaba en un caótico tumulto. Los comerciantes vendían el licor en botellas, que a menudo se convertían también en armas, cuando entre ellos terminaban estrellándolas en las cabezas. 

La multiculturalidad que atraía el oro en Abangares era notoria: centroamericanos, estadounidenses, alemanes, ingleses, jamaicanos, sudamericanos e incluso chinos. Ellos se distribuían en las minas Tres Hermanos, Boston, Gongolona, la Sierra y Babilonia.

Los mineros siempre buscaban extraer una pequeña fortuna de la mina sin que nadie lo notara. Cuando encontraban una veta especialmente rica, guardaban pequeños fragmentos de mineral, formando su propia reserva secreta que luego molían junto a una quebrada.

Utilizaban trapos cosidos alrededor del cuerpo para esconder los fragmentos de metal de mayor calidad. También los ocultaban en los zapatos, en el cabello y, en casos extremos, dentro del recto mediante un tubo de metal. Incluso llegaban a tragarse pequeñas bolitas que luego recuperaban. 

Los negros jamaiquinos

Para controlar lo que consideraban su riqueza, los estadounidenses líderes de la compañía Abangares Gold Fields Company ordenaban a los capataces mantener estricta vigilancia de los trabajadores. 

Minor C. Keith, principal accionista de la compañía, fue el responsable de traer los jamaiquinos desde el canal de Panamá donde habían estado trabajando. Él tenía experiencia en reclutarlos para trabajos en la región: anteriormente había traído a otros isleños a la costa Atlántica durante la construcción del ferrocarril.

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En la noche, cuando terminaban los turnos, los capataces esperaban en la boca de cada mina a la salida de los mineros. Se paraban frente a ellos y con señas les pedían que se quitaran la ropa y les revisaban el recto con un palo para asegurarse de que no estaban robando oro.

Había unos cincuenta jamaiquinos trabajando en las minas. Los que no trabajaban como capataces, lo hacían como barrenadores, picando las paredes de los túneles, o como carreros, es decir, transportando los carros o vagones cargados de material. 

Uno de esos días, el administrador de la compañía decidió pagarle a los jamaiquinos una peseta más al día, lo cual generó malestar entre los demás trabajadores, quienes percibían que los negros sumaban más privilegios y favoritismo. 

Los trabajadores de Jamaica tenían una mejor comunicación con los gringos debido al idioma. Los gringos daban órdenes en inglés y ellos podían entenderlas.

El mandato por parte de los administradores de la compañía de requisar a los mineros, y la forma abusiva en la que los capataces la ejecutaron terminó de avivar el odio hacia el grupo de jamaiquinos.

La matanza

Luego de presionar el gatillo contra Juan Rafael, Joseph Henry corrió a esconderse en uno de los hoteles donde se alojaban algunos altos empleados y familiares que llegaban a conocer la explotación minera. De inmediato se acercaron otras personas negras para acuerpar al capataz, entre ellos el cocinero José Nicolás y Pedro Rubio.

Mientras Henry se escondía, otros mineros también comenzaron a amontonarse afuera del hotel. Uno de los que integraba el grupo era Gonzalo, el hermano de Juan Rafael.

Los trabajadores enfurecidos trataban de abrir la puerta, pero Henry disparó esta vez hiriendo a Gonzalo. Eso enojó aún más a los mineros que lograron botar la puerta, obligando a los negros a escapar por una de las ventanas.

Los mineros alcanzaron a Henry mientras escapaba y lo mataron a balazos y punzones de los candeleros que usaban en los túneles para alumbrarse.

Esa muerte ya no era suficiente. Los mineros, armados con pistolas y machetes, estaban decididos a matar a cuanto jamaiquino pudieran.

José Nicolás se había escondido en su casa y los mineros lo obligaron a salir amenazando con dinamitarla. Intentó defenderse disparando dos armas hasta quedarse sin balas y entre todos lo asesinaron.

Otro de los muertos fue Pedro Rubio, un hondureño negro quien fue traído por la compañía para que sirviera como policía dentro de las minas.

Pedro estaba disparando a todo al que se acercara desde dentro de la bodega del comisariato –un almacén de la compañía donde los trabajadores compraban víveres. Otro minero corrió hacia la bodega de la pólvora, agarró una dinamita y arrastrándose se acercó sigilosamente al comisariato para lanzar la candela dentro de la bodega. Al ver el explosivo, Pedro abrió rápidamente la puerta y salió disparado.

Los mineros lo persiguieron y, una vez que lo agarraron en una quebrada, lo asesinaron a machetazos. Era un personaje tan odiado que uno de los mineros trajo una candela de dinamita, y ya cuando estaba muerto se la pusieron en el estómago, lo llevaron al puente y lo dinamitaron.

El capitán y jefe de una cuadrilla de trabajadores John Thompson logró huir hacia Las Juntas, pero mientras cruzaba el río Abangares un minero lo vio y sin pensarlo dos veces le disparó. La muerte de Thompson sería titulada un par de días por el periódico de alcance nacional La Información como “Negro capitán herido por odios de raza”.

Los administradores de la compañía decidieron evacuar a los capataces negros y enviarlos a Manzanillo, un puerto a unos 25 kilómetros camino hacia Puntarenas. El plan fue que viajaran hasta la capital y solicitaran, en su condición de súbditos del reino británico, ayuda al presidente Ricardo Jiménez.

La policía salió de la comandancia y recogió los cadáveres hasta que vio que pasó el alboroto. Algunos de esos jamaiquinos fueron enterrados en el cementerio de Las Juntas. Otros por donde ocurrieron las matanzas, cerca del hotel Pueblo Antiguo en el distrito La Sierra de Abangares. 

Hace no tantos años habían restos de tumbas, pero la gente construyó y eso desapareció. Y ese lugar era conocido como el “cementerio de los negros”, describe el escritor Santiago Porras. 

El diario de ayer

La primera noticia la llevó desde la sierra de Abangares, donde inició la matanza, hasta Las Juntas el minero Pastor Mejía, herido en el brazo derecho. El periódico La Información publicó la noticia el 21 de diciembre con el título: Bochinche en la Mina Tres Hermanos en el que hubo cuatro muertos y varios heridos, seguido del siguiente mensaje telegráfico:

«El agente encontró aquello hecho una especie de campo de agramante [una frase hecha que indica desorden, discordia o división de pareceres]. Todos los mineros sublevados andaban armados de cutachas y revólveres y por todas parte oíanse [sic] disparos. Se sabe que hubo gran número de muertos; que los negros huían en todas direcciones”.

«Ya a esas horas, los mineros eran dueños de la mina. Se apoderaron de la pólvora de la bodega y, armados con dinamita, se atrincheraron a la entrada de los caminos en el Cerro de los Limones. Entre los estragos de los alzados estuvo el de la voladura con dinamita de la cárcel de La Sierra, el telégrafo y varios edificios más”.

La noticia habla más adelante de un “envío de tropas para sofocar el escándalo”. El comandante y Jefe político de Cañas, Tayo Salazar,  avisaba que iba con 25 hombres armados, también que iban de Liberia diez soldados y cuatro oficiales armados con máuser debido a que el comandante policial de Las Juntas tenía únicamente una guardia de diez hombres para contener “una sublevación de 400 o 500 trabajadores”. En horas de la noche logró duplicar el número de oficiales gracias a los revólveres y cutachas facilitados por los “empleados superiores de la Compañía [Gold Fields]”.

Un día después, el 22 de diciembre, el mismo periódico titulaba El gobierno detiene las tropas que envió pues ya no cree oportuno ese auxilio militar. Aunque un par de días más tarde todo volvió a una relativa calma, el corresponsal explica que él y “los vecinos principales” de Las Juntas opinan que el gobierno debería tener “permanentemente una buena guardia de policías, para evitar esta clase de sangrientos escándalos aunque no de carácter tan serio como el de ayer, son frecuentes por estas lejanías”.

Después de una semana de la matanza en el sector montañoso de Abangares, La Prensa Libre y La Información publicaron la noticia de que 22 negros llegaron a Casa Presidencial huyendo de la “persecución de los blancos” para pedir protección al gobierno y contar lo que sucedió.

El reportero entrevistó a varios de los jamaiquinos. “Los blancos han matado como a ocho negros, esto que se sepa, pues muchos han desaparecido y ellos sospechan que hayan sido matados en las montañas”, dijo uno de ellos.

El 29 de diciembre La Información respondió a una carta enviada desde Limón en la que reprochaban que el cónsul inglés Mr. Cox, no había hecho nada por solucionar la situación de los jamaiquinos, ya que esa isla aún era colonia del Reino Unido.

El medio respondió en defensa del cónsul, asegurando que él estaba buscando empleo para los jamaiquinos. Los trabajadores, en cambio, querían regresar a las minas y aunque Mr. Cox lo consideraba una mala idea, afirmaba que era “obligación del gobierno ofrecerles toda garantía para sus vidas e intereses”.

La misma nota de La Información asegura que “antes de las conveniencias e intereses está la tranquilidad del pueblo y así han pensado seguramente los Jefes de las Minas de Abangares, quienes por el momento no están dispuestos a admitir gentes de color en los trabajos para evitar nuevas colisiones entre negros y blancos. Y piensan bien aquellos señores”.

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Esta historia fue construida con retazos de otras historias: noticias de periódicos, publicaciones universitarias, crónicas, memorias y entrevistas: 

  • Sepulturas y quimeras, Miguel Salguero 1972
  • Las minas de Abangares, historia de una doble explotación
    Periodico La Información, 1911
  • La guerra del oro. Antonio Castillo
  • El hilo de oro. José Gamboa
  • El expreso de la mina. Ofelia Gamboa
  • Entrevistas a: Santiago Porras y Elieth Montoya.
  • Avancari. Santiago Porras. 

 

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