Derechos Humanos, Especiales

Madres y migrantes: una infancia atravesada por el desamparo y el coraje

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Sharon era tan pequeña que no recuerda la edad que tenía cuando cruzó la frontera. No recuerda tampoco el viaje ni todo lo que conocía y dejó atrás, pero sí su razón de ser: ella y sus abuelos dejaban Nicaragua porque había necesidad en su casa – había hambre – y migrar le parecía a su familia un camino esperanzador. 

Aunque no le habían enseñado a soñar sino más bien a resolver, llegó a Costa Rica siendo una niña que quería muchas cosas, pero conforme el tiempo pasaba no veía la luz: la inmigración no le había cambiado la vida, y la vulnerabilidad, la pobreza, el hambre, seguían ahí, palpables. 

Cuando estaba apenas en quinto grado de la escuela, perdió la paciencia, “se echó a la calle” y conoció a su pareja actual. Tenía doce años y se fue a vivir con él. Desde ese entonces se sentía lista para ser madre. 

Sharon tiene ahora 26 años y pasó más de la mitad de su vida en Guanacaste. Tiene las piernas largas, los pómulos marcados, la piel morena. Habla con una voz suave y oraciones cortas, y sonríe cada vez que termina una frase. Le gustan las novelas mexicanas y las películas románticas, pero posiblemente lo que más le gusta en la vida es ser mamá.

Sharon tiene seis hijos, de entre un mes y 9 años. 

La primera vez que quedó embarazada tenía 17 años. Tenía miedo de no saber pujar, de no entender esa necesidad tan animal, ese ritmo desenfrenado de un cuerpo que se parte en dos para dar vida. Tenía miedo de hacerlo mal, de inhalar cuando debía exhalar y de que – entre tanto jadeo – se le ahogara la niña. 

Doctoras y enfermeras la agarraban de la mano y le decían que estuviera tranquila, que ella podía, que todo iba a estar bien, que pujara una vez más. Y otra. Y otra. Y Sharon hacía caso, de algún rincón del alma sacaba la fuerza para exprimir toda su energía y estallar en gritos mudos y en llantos secos hasta escuchar, por primera vez, el chillido vivaz de su hija. Sus piernas temblaban tanto que ella misma pensó que se había convertido en un bicho, en un grillo con patas flacas y frágiles que no podían parar de moverse. 

Supo que seguía siendo ella cuando le pusieron a su hija en el pecho. Le vio la cara y la sintió caliente, y se sintió la persona más feliz del mundo. 

Antes del parto, Sharon buscó en internet nombres particulares. Los buscó por letra y por significado hasta que decidió que su hija tendría un nombre de origen árabe que – según dice – suena bonito y poco común. Digamos que la niña se llama Kenza. 

En el 2017, cuando Kenza llegó, fue una de las 1.497 bebés que nacieron en Costa Rica de madres adolescentes nicaragüenses de entre 15 y 19 años, según estadísticas recolectadas por el Fondo de la Población de las Naciones Unidas (UNFPA)

Aunque los números de nacimientos por parte de madres adolescentes han bajado considerablemente en Costa Rica en los últimos 20 años, los embarazos jóvenes siguen siendo un problema latente de salud pública. En el 2022, 268 mujeres de cada mil (de entre 15 y 19 años), se convirtieron en madres. Casi dos de cada diez de esos partos los gestaron adolescentes nicaragüenses, como Sharon. 

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Con la voz ronca y cansada, Carmela invitaba a todas las personas que veía por las calles de Managua a comprarle una raspadita y jugar con el destino. Era un trabajo azaroso no solo por su naturaleza, sino también porque ponía a prueba su propia suerte. Nunca sabía si tendría suficiente dinero al final del día para llevar a su casa. Tenía 16 años y ya era la madre de un bebé de meses.

Cuando parió la primera vez no se creyó que fuera real. Veía al bebé con su piel tan tierna y sus ojos tan brillantes, tan recién hechos, que pensaba que era un muñeco. Esa fantasía de maternidad plástica y lúdica se le rompía cada día cuando contaba las monedas que había ganado vendiendo raspas y se daba cuenta de que no le alcanzaba para la leche, los pañales, la comida. Por eso, como otras miles de mujeres nicaragüenses, tomó la decisión de migrar a Costa Rica sola, sin su hijo. 

Quería hacer dinero para enviarle y darle una mejor vida. Se estableció en Playas del Coco, cantón de Carrillo, y se inventó sus propios negocios para probar otros tipos de suerte: se hizo vendedora de tortillas, de nacatamales, de souvenirs. En esas andanzas conoció a su pareja actual y a los 17 años, volvió a quedar embarazada. Esa vez en un país que no era el suyo.

El día que tuvo a su segundo hijo, Carmela estaba sola en la casa. Se agarró de una pared y pujó. Se puso de cuclillas y pujó. Obligó a sus pulmones a respirar hacia abajo, como le habían enseñado en su primer parto, para que el bebé no trepara hacia arriba sino que más bien buscara la salida hacia la luz. – Lo eché al mundo yo solita – dice orgullosa. 

Y el tiempo pasó, los embarazos vinieron, los partos ocurrieron. Cuando cumplió 23 años, Carmela ya era madre de cinco niños. De los cuatro que nacieron en Costa Rica, tres vinieron al mundo desde casa. Ella lo decidió así porque tenía miedo del hospital, temía que por su situación migratoria le quitaran a sus hijos o que la deportaran a Nicaragua con su familia entera. Su hija menor – que nació prematura – fue la única a la que dio a luz en el Hospital de Liberia. 

Hay un ciclo repetitivo que dificulta a las mujeres migrantes embarazadas acceder a la salud. Junto a las personas menores de edad, son las únicas dos poblaciones a las que la Caja hace excepciones de atención sin seguro y de forma gratuita. Pero la desinformación y el miedo se entremezclan y aleja a estas dos poblaciones vulnerables de la atención de salud. Eso pasa cotidianamente, asegura la ginecóloga y obstetra, Daniela Ordóñez.

“La Organización Mundial de la Salud (OMS) recomienda que cada embarazada asista por lo menos a ocho citas de control prenatal, sin embargo, muchas llegan solo a parir o incluso tienen partos extrahospitalarios”, dice, haciendo referencia a mujeres que llegan de emergencia, a veces con bebés recién paridos en brazos, como le pasó a Carmela. 

La doctora también aclara que un embarazo adolescente siempre es catalogado de alto riesgo por gestarse en un cuerpo que todavía está en desarrollo. Daniela trabaja en el Hospital de Los Chiles, cerca de esa línea fronteriza tan caliente y porosa que divide a Costa Rica de Nicaragua. Constantemente atiende casos de embarazos en menores de edad que tienen una condición migratoria vulnerable. 

Según UNFPA, en el 2022, de las 466 madres adolescentes que se convirtieron en madres en Guanacaste, solo seis de cada 10 asistieron a las ocho consultas prenatales que recomienda la OMS. Eso sí, el 98% de las jóvenes dieron a luz en algún centro de salud de la Caja Costarricense del Seguro Social (CCSS). 

Según Daniela, que las niñas y adolescentes lleguen a las clínicas de la Caja implica que entonces una trabajadora social pueda acompañarlas y darles información sobre sus derechos sexuales y reproductivos. 

Cuando Carmela estaba pequeña nunca se imaginó siendo madre, pero no veía otro camino. Nunca tuvo tiempo de cuestionarlo. Sigue en la playa vendiendo pulseras de colores y collares con dijes de tortuga a los turistas que llegan. Trabaja con su hija que ahora es una adolescente y le dice – o más bien le advierte – que no se “eche a perder la vida” con una relación prematura, que no “meta las patas” con un embarazo no deseado, que se cuide, que “no sea como ella”, que vea hacia el horizonte y distinga que la vida pone en sus manos caminos distintos. 

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“He visto en todos los casos mucha desesperanza, un desamparo. Las chicas dan una sensación como de que ya no están ahí, como que se toparon con un muro: tuvieron un embarazo y ya no ven más posibilidades que dedicar su vida a cuidar a ese bebé. No ven oportunidades para nada más y cuesta motivarlas. Además, las familias se los repiten, les dicen que ellas se lo buscaron, que se echaron a perder la vida. Siempre hay un discurso de culpa”.

Quien lo dice es Karla Marín, psicóloga. Desde hace cinco años trabaja con Cepia, una organización que busca mejorar la calidad de vida de la niñez, adolescencia y familias en comunidades vulnerables de Guanacaste. Karla es la coordinadora del grupo de jóvenes. Durante los últimos años ha visto pasar por el espacio a varias madres adolescentes, todas nicaragüenses. Algunas no llegan directamente a buscar ayuda para ellas, sino más bien para sus niños y niñas en alguno de los programas que ofrece la organización, como el servicio de guardería o las ayudas para menores de edad con discapacidades. 

Según cuenta, cuando identifican un caso de maternidad adolescente suelen notar ciertos patrones que se repiten de una generación a otra. Las adolescentes saben que sus madres fueron madres siendo muy jóvenes, y las madres saben que las abuelas también. Desde su experiencia, Karla dice que romper con esa normalización y esos ciclos representa un desafío educativo, económico y social. Un trabajo integral que involucra no solo a jóvenes, sino también a las familias, a las comunidades y a las instituciones públicas. 

“Tuvimos el caso de una chica que entró con 16 años y ya tenía una hija de tres. Cepia ya conocía el caso porque la chica quedó embarazada cuando estaba en la escuela. La mamá de ella asumió el cuido de la bebé como si fuera propia y esto provocó que la adolescente no tomara responsabilidad de ningún tipo sobre su hija. La chica ya no es parte de Cepia, pero nos enteramos hace unos meses de que estaba embarazada por segunda vez”, cuenta. 

Karla dice que ha podido notar dos extremos del apoyo familiar: a veces es nulo y el discurso de culpa puede llegar a ser violento; otras veces es excesivo y provoca poca consciencia y responsabilidad sobre la maternidad.

Otro tema vinculado con el embarazo adolescente que para Karla es esencial, son las relaciones impropias. “Los chicos y las chicas vienen con muchísimas dudas sobre sexualidad, no saben casi nada porque nunca se les ha explicado sobre métodos anticonceptivos, cuidarse, ni siquiera el tema de higiene personal. Y luego está la tendencia del ‘sugar daddy’, que tiene que ver con el lugar costero en el que estamos. El tema de salir con señores se ha normalizado. Las chicas dicen: voy a salir con un señor, me va a pagar y no está mal. Entonces aquí se les comienza a decir que eso no está bien, que hay una ley que lo prohíbe y ellas comienzan a tomar consciencia”.

Karla agrega que hay una delgada línea entre las relaciones impropias y la explotación sexual. En algunos casos en los que Cepia ha tenido que intervenir, son las mismas familias quienes impulsan a sus hijas a tener una relación con un hombre mayor porque eso significa un valioso ingreso para una frágil economía familiar. 

Las Naciones Unidas estima que, a nivel mundial, casi 15 millones de niñas menores de 18 años contraen matrimonio cada año. Unas 37.000 niñas al día. Casarse jóvenes o vivir en unión libre también afecta profundamente el acceso a la educación y, por tanto, el acercamiento a un trabajo digno y una vida independiente. 

“Denunciar situaciones como la explotación sexual y las relaciones impropias no está interiorizado en una parte de la población, máxime personas que vienen de Nicaragua, porque en el país no existe una legislación que castigue las relaciones impropias como pasa en Costa Rica”, cuenta Evelyn Durán,  analista en Salud Reproductiva de UNFPA. 

También menciona que es difícil saber cuántos embarazos adolescentes en Costa Rica están vinculados a relaciones impropias, sin embargo, hay un indicador que puede echar luz sobre el asunto: en el 2022 más de la mitad de las madres adolescentes (52,5%) entre 15 y 17 años alegaron desconocer la edad del padre de su hijo, mientras que un tercio (28,9%) no declararon al padre. 

“Estos números nos preocupan porque estamos hablando de porcentajes de nacimientos en los que las chica dicen que no se van a acoger a la Ley de Paternidad y tampoco van a evidenciar si están en una situación de violencia”, dice Evelyn. Esa legislación permite a las madres declarar al padre de su bebé – nacido fuera del matrimonio – para que asuma legalmente su rol y responsabilidades compartidas en los gastos del embarazo y la pensión alimenticia.

Por otro lado, la Ley 9406 del Código Penal establece que una relación impropia es una relación de poder establecida por la diferencia de edad, que puede ser de 5 años cuando las niñas y niños tienen entre 13 y 15 años, o de 7 años cuando tienen entre 15 y 18 años.

Esta ley – vigente desde el 2017 – es consecuencia de una investigación realizada por UNFPA con datos del Censo del 2011. Entre los hallazgos de la investigación, la organización encontró que de las niñas de 12 a 14 años que reportaron estar en unión libre, cerca del 89% vivían con un hombre al menos 5 años mayor que ellas, mientras que en adolescentes (entre 15 y 17), este porcentaje era del 72%. 

Además, los datos muestran que tres de cada cuatro niñas y adolescentes que vivían en unión libre no asistían a la escuela y que seis de cada diez ya tenían al menos un hijo o una hija. “Muchas veces lo que el sistema hace es culpabilizarlas. Cuando el reto es más bien darles una visión de derechos humanos. Estas chicas están en una mayor situación de vulnerabilidad, posiblemente no van a tener una pensión y están cerca de reproducir el ciclo de la pobreza”, agrega Evelyn. 

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Las caras de la violencia

A Sharon le aterra que alguno de sus seis hijos pase por lo que ella pasó. 

La primera vez que sufrió un abuso sexual no había cumplido los siete años. Fue su tío, en Nicaragua. A ella se le congeló el cuerpo y no supo qué hacer más que callar. La segunda vez que sufrió un abuso sexual tenía 13 años, ya estando en Costa Rica. Fue su abuelo materno, con quien había emigrado a Costa Rica. Cuando Sharon se lo contó a su abuela, quien la había criado desde que era una bebé, la respuesta la dejó helada y con una sombra de desamparo cubriéndole el alma: es una tentación del diablo – le dijo – a cualquiera le pasa. 

“Yo nunca pensé que la familia de uno le pudiera hacer eso. A mi abuelo yo lo quería como si fuera mi papá”, cuenta Sharon. Sin embargo, la tercera vez que sufrió violencia sexual no fue un familiar, sino un hombre que, con sus propias palabras “se aprovechó de su necesidad”. Un hombre que le ofreció dinero que ella no podía rechazar porque ese día se había quedado sola, estaba lejos de su casa y no tenía ni un cinco. “Yo hasta sueño con esa persona. Hasta una maestra de mi hija, que yo nunca le había contado ese secreto, ella me lo reflejó así de pronto y me dijo que se nota que yo estoy sufriendo y es cierto, yo en las noches no puedo ni dormir porque estoy con esa idea, no lo puedo olvidar”, cuenta Sharon mientras una de sus hijas se cuelga de sus piernas una y otra vez, pidiéndole atención.

Ella no sabe nombrar lo que le pasó ese día en que se sintió tan desamparada y mancillada. En provincias costeras como Guanacaste y Puntarenas, las temporadas altas de turismo, la gentrificación y las épocas de cosechas de cultivos como el melón, el café, la caña de azúcar aumentan el riesgo de las mujeres de caer en redes de explotación sexual y laboral. Así lo ha documentado David Ruiz de Grupo Warnath, una organización estadounidense que tiene más de 20 años trabajando alrededor de la trata de personas en distintos países del mundo. 

“En Guanacaste se dan flujos migratorios mixtos por la cercanía con la frontera y muchos se aprovechan de la condición de vulnerabilidad. Esto por la situación jurídica irregular que tienen algunos de los migrantes. Hemos tenido casos, en los que redes de trata reclutan en Nicaragua y explotan sexualmente a las personas en algunos bares y restaurantes de Costa Rica o, por ejemplo, captan a personas que vienen en una condición de vulnerabilidad y les prometen una casa en donde supuestamente les van a dar abrigo y alimento”, agrega. 

David también dice que la trata de personas “es más doméstica, se da en la familia, se da en las casas, se da en las comunidades, se dan incluso por las personas que son más cercanas a las víctimas, gente de la que se espera que confianza y protección”. 

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Sharon vive en una casa de una sola habitación y una sola cama. El día que conversa con La Voz, lleva una blusa de tirantes color azul por la que se dejan ver las clavículas bien marcadas de su cuerpo delgado. 

Con sus dedos largos señala una esquina y dice – como si estuviera dibujando con su mente otros espacios y los estuviera conjurando en voz alta – que aquí está el lugar del tele y allá está la cocina y por ahí donde se guarda la ropa. Pone las manos en la cama y dice “aquí duermo yo, aquí la bebé, aquí la niña pequeña, aquí uno de mis niños, aquí mi pareja”. Cuando cae la noche, la cama se hace infinita. A sus otros hijos los manda a dormir donde una cuñada que vive cerca y que también le ayuda de vez en cuando con comida para los niños, cuando la situación está difícil.

A las tres de la mañana puede sentir a la bebé buscando sus pechos. Según la OMS, una mujer lactante debe ingerir mínimo – y dependiendo de su actividad física – 1800 calorías diarias. Aunque Sharon prefiere aguantar hambre para que sean sus hijos los que comen, de sus senos sigue brotando el alimento que mantiene a la niña con las mejillas bien redondas, los pulmones fuertes y el corazón vibrante. 

La familia vive en Martina Bustos, una comunidad ubicada a 4 kilómetros de Liberia que se distingue por su tierra caliza, a veces tan blanca que deslumbra como si fuera nieve. La comunidad lleva el nombre de la mujer que fue propietaria de esas tierras, una finca de 23 hectáreas que quiso donar para que personas que vivían en condición de pobreza pudieran tener un terreno y construir una vivienda digna. La donación nunca se legalizó y por eso, aunque hay familias que tienen más de 25 años de vivir ahí, Martina Bustos se considera un asentamiento informal. Muchos de los habitantes de la comunidad son de origen nicaragüense.

Sharon agradece tener ese espacio. Estando ahí consiguió un trabajo: además de a sus seis hijos, cuida a los cuatro niños de su vecina. Su marido se encuentra desempleado. Ella es el sustento del hogar. 

Mientras las seis voces de sus hijos y uno de los niños que cuida se mueven a su alrededor demandando un vaso de agua fresca, un cambio de ropa, un momento de escucha, Sharon habla sobre la maternidad tratando de hacer muchas cosas al mismo tiempo. Kenza, su hija mayor, toma en brazos a la menor, Charlyn, una bebé de apenas un mes que parece querer sacudirse del sofoco con un llanto minúsculo, casi tímido. Kenza tiene nueve años y ya está aprendiendo a cuidar. Sabe sacar cólicos y tiene una habilidad especial para hacer que su hermana se calme y duerma. 

Sharon quiere que el camino de Kenza sea completamente distinto al suyo. Desde ya le habla, le dice que se cuide, que estudie, que sea buena chica. Y Kenza la escucha. Le gustan las matemáticas y sueña con ir a la universidad. 

“El anhelo que uno tiene como madre es sacarlos adelante, proponerles que estudien, darles consejos y que sigan su camino. Que no dejen sus estudios por cosas de la calle como yo lo hice, porque a veces como que uno se arrepiente de no haber estudiado porque no tiene un buen trabajo. Así pues, para mantenerme bien yo, lucho por mis hijos”, cuenta con su voz apacible.

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Cuando Melany se dio cuenta de que estaba embarazada entró en negación. Tenía 14 años y, con ayuda de sus amigas, buscó en internet distintos remedios naturales para abortar. Hizo mezclas de distintas hierbas y se tomó el mejunje varias veces. También, como un último grito de auxilio, mezcló medicamentos y buscó alguna clínica clandestina en San José, pero no tenía los medios ni la confianza para llegar a tanto. Conocía los riesgos. Cuando llegó al tercer mes de gestación, aceptó lo que venía: iba a convertirse en madre. 

Seis meses después, reventó fuente un lunes de madrugada. 

“Cuando llegamos al hospital mi mamá preguntó si me podían hacer cesárea porque yo tenía 15 años y soy pequeñita. Yo sentía que no lo iba a poder tener. Entonces mi mamá preguntó si se podía hacer cesárea y le dijeron que no, que yo ya me había metido en eso y que ya tenía que tenerlo, que me tenía que aguantar”. 

Pero si de aguantar se trata, Melany ya lo había hecho un buen rato. Ella recuerda que primero la llevaron a la Clínica de Filadelfia en donde dice haber sentido que no le creyeron cuando les dijo que acababa de romper fuente. “Me dijeron que todavía me faltaban dos semanas”. Esperó dos horas hasta que su madre decidió llevarla al Hospital de Liberia en donde tuvo que aguantar otras 10 horas para conseguir que su bebé naciera por medio de un parto natural mientras – según sintió – los profesionales de la salud que la atendían le repetían que “si se había metido en eso se tenía que aguantar las consecuencias”. 

Según la Encuesta Nacional de Mujeres, Niñez y Adolescencia publicada en el 2018 por el INEC, el 58% de las mujeres que tuvieron un parto vaginal o cesárea entre el 2016 y el 2018, denunció haber sufrido algún tipo de violencia obstétrica. 

El primer día que Melany se quedó sola en la casa con su hijo, tres días después de parir, se quedó congelada viendo a una pared. No tenía idea de cómo convertirse en la madre de su hijo. No sabía qué hacer si el niño comenzaba a llorar. No sabía si sus brazos iban a tener la capacidad de imitar el ritmo de quien sabe mecer a un bebé tan pequeño para sacar un cólico o una primera sonrisa. 

A partir de entonces, se sintió deprimida. “Me dio el postparto”, dice ella. Le dio tan profundo que en algunos momentos pensó en acabar con su vida. “Imagínese, uno niña, adolescente y madre con postparto, fueron bastantes cosas para mi cabeza, yo pensaba que un día me le iba a tirar a un carro”, cuenta ahora, lejana a la que fue en aquellos días.  

Una de las cosas más difíciles de esos primeros meses fue la lactancia. Las clases presenciales se habían retomado después de la pandemia por COVID-19. Melany caminaba de su casa al colegio y se quedaba ahí todo el día. Podía sentir como poco a poco sus pechos se llenaban de leche. Estaba aprendiendo no solo a cumplir con un nuevo rol, sino también a soportar los dolores físicos y emocionales que solo conocen las madres. Cuando ya no aguantaba más, corría hasta el baño, una batería de cinco servicios que comparten más de 600 mujeres en su colegio. Y ahí mismo, en medio del tumulto adolescente, se exprimía con las manos el líquido tibio que su hijo no podía beber. 

Melany tiene 17 años y es costarricense. No tiene una historia de migración como Carmela y Sharon pero las tres están conectadas por los desafíos con los que se enfrentan las mujeres que tienen bebés siendo niñas. El estigma social. La falta de oportunidades. La violencia con toda su crudeza. 

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Sharon dice que quería cinco hijos pero tuvo seis. Al salir del Hospital de Liberia luego de parir a Charlyn, le dijeron que regresara en cuatro meses para ligar sus trompas y dejarle claro a su cuerpo que ya no dará más a luz. Si hubiera podido escoger otro camino, le hubiera gustado ser policía. “Policía o guarda de seguridad, eso me parece bonito, seguro se aprende mucho”. 

Cuando tuvo a Kenza, su primera hija, le ofrecieron pastillas anticonceptivas, inyecciones y condones, pero ella vivía lejos y no tenía los medios económicos para viajar al hospital cada mes. Desde hace un tiempo, los centros de salud de la CCSS ofrecen métodos anticonceptivos intrauterinos, como la “T de Cobre” y los implantes subdérmicos, sin embargo, la información necesaria para que las jóvenes accedan a estos métodos sigue siendo pobre, lejana, muchas veces inaccesible. 

Sharon habla con dureza sobre su historia, frente a sus hijos. Es tajante porque quiere que la escuchen y no la repitan. Si en la escuela no tienen suficiente información, ella procura dárselas, principalmente a Kenza que ya se acerca a la pubertad. “Cuando Kenza nació, yo a ella la vi y la abracé y la besé. Le dije a ella que yo le iba a dar todo el amor que a mí nunca me dieron… Le estoy dando amor a mis hijos y siempre estoy pendiente de ellos. De qué les falta y de qué no les falta. De que nadie me los toque. Siempre estoy atenta”, dice Sharon como una leona desafiante, defendiendo a sus crías. 

Kenza es delgada, ágil y elocuente. Lleva la cabeza completamente rapada y una falda morada que le cubre las rodillas. Tiene los ojos grandes y los dientes muy blancos. Mientras acuna a su hermana pequeña en brazos dice que ella también sueña con ser madre, pero no quiere que sea pronto porque le gusta ir a la escuela y comer sopa con carne en el comedor. Su madre la escucha y sonríe. 

Sharon no recuerda la edad que tenía cuando cruzó la frontera, pero espera que sus hijos nunca tengan que migrar para encontrar una mejor vida. Sharon pujo todas las veces que tuvo que hacerlo y con toda la fuerza de su alma para traerlos al mundo, pero espera que sus hijos puedan tomar decisiones distintas a las suyas, que tengan las herramientas, los conocimientos, el ímpetu, para crearse un camino propio, más brillante, menos incierto.

Ella dejó la escuela a los doce y se “echó a la calle”, siendo adolescente aprendió a ser madre y siendo madre, aprendió a soñar. Por ella y por sus hijos.

 

Esta investigación fue realizada gracias al soporte del Consorcio para apoyar el periodismo independiente en la Región de América Latina (CAPIR), un proyecto liderado por el Institute for War and Peace Reporting (IWPR).

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