COVID-19, Derechos Humanos

Silvio y Teresa: nicaragüenses que curan y enseñan durante la pandemia

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A Teresa le sonó el teléfono el lunes 15 de marzo de 2015, justo a la hora de la siesta. Era del Ministerio de Educación Pública para ofrecerle «un campo» como interina en una escuela de Nicoya. Teresa había esperado durante años esa llamada, y ahora tenía cinco segundos para aceptar o rechazar la propuesta.

“Yo veía a todos mis niños durmiendo a esa hora, 25 que tenía, y yo lloraba y no hallaba ni qué hacer”, recuerda. Ese mismo día dejó su trabajo como asistente en un kinder de San José y, dos días después, a las siete de la mañana, ya estaba en su nuevo lugar de trabajo. 

Era solo una niña cuando empezó a soñar con ser profesora de preescolar, y también cuando tuvo que huir de Nicaragua por el conflicto armado de los años ochenta. Como ella, casi uno de cada diez habitantes de Costa Rica provenía del exterior en el 2015, cuando recibió la llamada. 

Teresa Gutiérrez hoy tiene 44 años de edad, y es una de tantas nicaragüenses que trabajan en Costa Rica para hacerle frente a la crisis mundial por el nuevo coronavirus. Se desempeñan en distintas áreas, ya sea plantando un campo de arroz, cuidando a la entrada de un Ebais, o como Teresa, dando clases.

Y aunque su aporte a la economía y al país se ha demostrado de muchas formas, hoy más que nunca son blanco de ataques a raíz del gran número de contagios por coronavirus que hay en el país. Hay una especie de «permiso social» para expresar esos prejuicios que ya existían desde hace mucho, explicó la psicóloga especialista en comportamiento, Cynthia Castro. Los culpan de “chuparle” recursos al estado, de robar empleos o de saturar hospitales.

Decidimos por eso conversar con personas nicaragüenses que trabajan en Costa Rica y que muy pocas veces son retratadas por la televisión o las noticias, pero que también están empujando con su trabajo la salida de la crisis, curando a nuestros enfermos y educando a nuestra niñez. 

Una clase de empatía

En una soda casi desierta en Nicoya, Teresa recuerda aquella época llena de cambios y retos nuevos, hace ya cinco años. 

En la Escuela de San Martín, donde la contrataron, no había niños matriculados para iniciar el curso lectivo. Por eso tuvo que ir a buscarlos casa por casa, incluso los fines de semana: se ponía tenis y ropa deportiva para ir a recorrer los barrios “más bajos” en busca de niños.

Muchos de ellos eran hijos de migrantes en condición irregular, que no enviaban a sus hijos a la escuela por temor a que los deportaran.

“… Y yo les explicaba que los niños tienen derecho [a la educación] y entonces los convencía con un documento en mano y me los daban. Seis niños obtuve así, y hacía mi grupito, ya me quedaba un año más”, cuenta Teresa. 

Datos de la Organización para la Cooperación y Desarrollo Económicos (OCDE) indican que la tasa de matrícula en la educación primaria obligatoria es de casi 100% en los niños costarricenses, pero en el caso de migrantes nicaragüenses, la cifra es aún menor, de un 87%.

El límite entre Costa Rica y Nicaragua es una línea imaginaria de 309 kilómetros entre montañas, ríos y, sobre todo, comunidades acostumbradas a vivir como un solo pueblo, a compartir nombre y escuela, a intercambiar comercio y trabajadores. ¿Cómo es vivir en la nueva frontera dibujada por el COVID-19… y por el miedo?

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Teresa relata su vida con calma. Con cada etapa que cuenta, pareciera como si se liberara de un peso.

Terminó la escuela casi a los 16 años, y la secundaria hasta los 25. Ese rezago se lo achaca a todo lo que implicó haber dejado su natal Nicaragua a tan corta edad.

Allá nunca le dieron educación preescolar, y está convencida de que así es como nace su vocación. “Lo que yo no recibí, lo voy a dar con excelencia”, dice. Ella sabe que son pocos nicaragüenses en el gremio (apenas un 0,8% según la Encuesta Nacional de Hojares), y tal vez por eso aprovecha cada oportunidad para abordar cualquier intento de discriminación que ve en sus aulas.

Recuerda una ocasión en la que aprovechó para hablar con sus estudiantes sobre su origen nicaragüense. Sabía que dentro del grupo había una niña que ocultaba su nacionalidad nicaragüense, y se le veía “marchita”, “consumidita”, “como triste”, dice Teresa. 

Por eso, empezó a hablarle al grupo sobre su país de origen, sobre la igualdad que debe prevalecer sin importar el color de piel ni nacionalidad. “Esa niña se empezó a acomodar diferente y dice: ‘maestra, yo también soy nicaragüense’. Ya se sintió orgullosa donde yo empecé a hablar bonito y ponerme como ejemplo”, recuerda Teresa.

“Me pongo como un ser humano, no como una profesional, y me aprovecho de que tengo la profesión para poder ayudar”, Teresa Gutérrez, profesora nicaragüense.Foto: César Arroyo

“La sociedad costarricense y la sociedad nicaragüense son profundamente interdependientes. Por la geografía, por la historia, por las familias. Hoy por ejemplo el 11% del PIB lo producen los nicaragüenses”, explicó el investigador Carlos  Sandoval en un foro virtual transmitido por La Voz de Guanacaste.

Esa interdependencia se ve reflejada en cada uno de los ejemplos que Teresa va enumerando. Con la llegada de la pandemia y el cierre de las escuelas, ella ha aprovechado este puente que ha construido con la comunidad para seguir trabajando fuera del aula: explicarle la materia a la mamá de una alumna que asiste al colegio nocturno, o ir con su propia computadora a la casa de algunos vecinos que no tienen acceso a Internet para ayudarles a llenar los formularios del bono Proteger, por ejemplo.

La fuerza y la determinación con la que cuenta su vida empiezan a tambalearse cuando recuerda cómo llegó a Costa Rica. Se le atoran las palabras en la garganta y se le empapan las pestañas. Le sirvo un vaso de agua pero no lo prueba, sino que traga grueso y continúa.

“Me vine con unos señores y con mi hermana. Anduvimos perdidos como unos 15 días”, recuerda Teresa. “Al final llegamos a La Cruz. No me vine por la frontera con un pasaporte. Me vine como mucha gente está llegando hoy día: por los montes”.

Por los montes que han sido testigos silenciosos del paso de migrantes. Desde las guerras hasta los desastres naturales, la lista de razones que obligan a personas nicaragüenses como ella a migrar es larga. Y ahora se suma una más: la pandemia por COVID-19… o mejor dicho, la respuesta negligente por parte de las autoridades nicaragüenses ante esta emergencia.

Apuro el último trago de mi segundo café y le propongo que vayamos a su aula en la escuela San Martín. Accede con gusto. Aún tiene muy fresca la imagen del 2015 cuando le dieron el mismo recorrido en su primer día de trabajo. Recuerda cómo caminaba detrás de la directora para que no la viera llorar. Era tal como ella lo había imaginado. Dejaba a su hija en el aula, y se encaminaba por un pasillo hasta toparse con la puerta que la llevaría hasta su jardín de niños.

 “Yo decía: mi sueño era algún día irme a Guanacaste a trabajar, y que mi hija esté en la misma escuela, que yo esté en el jardincito… y yo me imaginaba el jardín como llegó a ser”.

Ese mismo 2015 se abrió una puerta para otro nicaragüense en Costa Rica. A casi 300 kilómetros al norte, en Managua, a Silvio le proponían postularse para un posgrado en física médica de la Universidad de Costa Rica.

Talento importado

Algunos días después de hablar con Teresa, Silvio me comparte su propio relato en una de las pocas cafeterías abiertas durante un domingo pandémico en San José.

Silvio Rizo tiene 27 años. Desde hace un par de años comenzó a trabajar en el Hospital México, y está dedicado al tratamiento de personas con cáncer.

Su trabajo consiste en realizar los planes de tratamiento para los pacientes con cáncer a partir de un diagnóstico médico y, luego, definir las dosis de radiación y la cantidad de días para distribuirlas en todo el tumor. Me cuenta de su oficio como si le estuviera tomando la materia para un examen.

“Al final, lo que todos queremos es darle tratamiento [al paciente], que se cure, que continúe con su vida”, dice, tratando de dejar atrás los tecnicismos.

Silvio llegó hace sólo cinco años para terminar sus estudios universitarios, pero ya ve en Costa Rica su nueva casa. “Yo he conocido mucha gente, gente que me ha ayudado mucho, quizás con gestiones, documentos, con conocimiento. Eso uno no lo paga ni con la vida”.Foto: César Arroyo

Silvio tapa con su mano derecha el pequeño micrófono de solapa que se aferra a su camisa. Hace eso cada vez que bromea en medio de una respuesta seria. Es domingo, afuera hay pandemia y una ciudad semivacía. Tras cada broma, Silvio retoma la idea. Cuenta, por ejemplo, que él mismo se ha encariñado con esa profesión que eligió sin conocer muy bien.

Algún día le gustaría llevar todo ese conocimiento que le ha dejado el Hospital México de regreso a su país, pero por ahora no puede. Silvio sabe que el rezago tecnológico en Nicaragua le impide aplicar todo lo que ha aprendido en estos años. 

“Qué bonito sería poder también transmitir esto que yo sé a mis compañeros que están allá y que quizá no han podido salir a estudiar y que siguen sin trabajo o trabajando en cosas que ellos no pensaban hacer”, añade.

Rizo representa al 6% de nicaragüenses que viven en Costa Rica y tienen educación superior,l según un informe del Banco Interamericano de Desarrollo (BID). Sin embargo, esta cifra ha incrementado en el último par de años debido a las protestas del 2018 contra el gobierno de Ortega.

En ese año, los datos de la Dirección General de Migración y Extranjería (DGME) indican que se procesaron 23.138 solicitudes de refugio, casi 350 veces más que durante el año anterior. 

Con ese aumento en la migración en los últimos dos años, también han surgido muchos discursos de odio, que se han potenciado aún más durante la pandemia. Por eso Silvio trata de no ver mucho las noticias ni redes sociales.

“No puedo juzgar a todo el país porque una persona me haya hecho daño. Creo que es un intercambio: yo ayudo con mi conocimiento [y] a mí el país me paga por eso”, agrega.

A Silvio evitar las redes sociales y noticieros no lo ha eximido de toparse con la nueva realidad cuando sale a la calle y ve la capital a media máquina. Ni lo hace olvidar a sus familiares en Nicaragua: dos de ellos ya se han contagiado con el nuevo coronavirus en los últimos meses.

“Allá la gente se ha dado cuenta por redes sociales o noticias internacionales de cómo conllevar el virus y eso es lo que ha hecho la gente, seguir los protocolos de otros países”, cuenta. Su mamá y su hermano se curaron con remedios caseros porque los hospitales ya colapsados no pudieron atenderlos.

“Ante una situación donde vos sentís que te estás muriendo, que estás muy mal y no podés respirar, no te podés levantar de una cama y no te están atendiendo, ¿qué opción te queda?”, pregunta Silvio, tratando de entender a quienes recurren a estos remedios como última opción.

“Hay mucha gente que viene a estudiar y luego van, lo ejercen, lo aplican. Es crear un puente entre un país y otro a través del conocimiento y el trabajo”, Silvio Rizo, físico médico nicaragüense.Foto: César Arroyo

Los días de mayor restricción le cuesta más levantarse para ir al trabajo, pues siente que “es lo más apocalíptico que se puede vivir”. Pero sabe que no puede darse el lujo de faltar. “No puedo quedarme encerrado porque tengo que venir a trabajar y los pacientes con cáncer no se pueden suspender”.

Silvio aclara que no viene de una familia acomodada ni mucho menos, que lo que ha logrado es a punta de estudio. También reconoce que las condiciones de su migración son muy distintas a las de muchos otros nicaragüenses.“Yo elegí venir, pero hay mucha gente que viene porque quiere salvarse», añade.

A estos estigmas por ser migrante o por haber contraído el coronavirus, Silvio agrega uno más.

“Ahorita estamos así como en el ojo del huracán, siendo señalados por el virus, por ser nicaragüense, quizás por ser pobres”, dice Silvio. 

Ese rostro de pobreza que menciona Silvio es uno de los factores que el investigador social Carlos Sandoval subrayó en su charla. “La noción de migrante es muy selectiva y sin duda tiene que ver con clase social, con color de piel”. Aunque en Costa Rica hay una gran cantidad de estadounidenses, a esos los llamamos de otro modo: expats, inversores. Pero nunca migrantes.

Al final Silvio propone un escenario inverso, ¿qué pasaría si somos nosotros los que tenemos que cruzar el monte de un país a otro?

“Si tuvieran un gobierno que no les hubiese dado la alerta y hubiese un montón de contagios, creo que la historia sería distinta también”.

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